Por: José Luis Franco.- Los venezolanos que viven en nuestro país, continúan formando parte de una nación que se imagina libre, con derechos, y que sueña con mejores condiciones de vida para sus familias. Sin embargo, hoy son inmigrantes en una compleja sociedad como la peruana, cuya economía ciertamente está mejor que la venezolana, no así su manera de entenderse a sí misma y de comprender al otro: la ausencia de empatía sigue siendo una tarea pendiente. Esto debido a la poca integración entre nosotros como grupo social, y que tiene su correlato en la discriminación, el machismo o el abuso de poder, por lo que francamente preocupa la situación que ellos deben afrontar, como la disparidad basada en el hecho de tener poco dinero, el aceptar trabajos poco remunerados o dedicarse al comercio ambulatorio, entre otras desventajas.
A lo largo de nuestra historia, nos hemos caracterizado por ser una sociedad de migrantes dentro y fuera de nuestro territorio. Pero hoy en día, ante el masivo arribo de venezolanos, parecemos haber olvidado este detalle. Prueba de ello son los recientes ataques xenófobos (tanto de peruanos como de venezolanos) registrados y de los cuales hemos sido testigos. Frente a ello, ¿qué respuesta dar? ¿De qué manera podemos responder desde la fe al gran drama humano que significa la migración?
Un «signo de los tiempos»
La migración forzada siempre es una desgracia, sin embargo, desde la fe podemos verla como un hecho histórico a través del cual Dios nos habla planteándonos preguntas. Es decir, un «signo de los tiempos», un desafío social a la fe cristiana y a la vida de cada ser humano, y por ende, nos exige dar una respuesta. La Biblia está repleta de relatos sobre ello. El mismo pueblo de Israel experimentó diversas etapas migratorias que marcaron su identidad, entre ellas el exilio en Egipto y el éxodo a la Tierra Prometida. Haber sido migrantes los abre a experimentar la gratuidad de Dios y al mismo tiempo a rechazar toda relación de dominación y subordinación de los otros. Por eso, Dios se lo recordará siempre: «amarán al emigrante, porque emigrantes fueron en Egipto» (Dt 10, 19).
El migrante junto con los huérfanos y las viudas, constituyen la trilogía típica del mundo de los marginados en Israel, es la realidad de los pobres con sus diferentes rostros y dimensiones (cultural, étnica, económica, género, etc.). Y Dios tiene una preferencia por ellos y pide al pueblo de Israel no olvidar su pasado para que aprendan a convivir en su presente, pero sobre todo les recuerda la dignidad del ser humano, creado a su imagen y semejanza (Gn 1,26-27), lo cual está por encima de cualquier frontera.
Una lectura al texto bíblico nos dará orientaciones para una respuesta a la conducta que debemos asumir frente a la violencia que se está avivando en las redes contra los migrantes venezolanos. Asimismo, es necesaria una lectura de nuestra propia historia, ya que somos un país que se ha configurado a partir de la confluencia de personas provenientes de distintos lugares, de modo que al ocurrir un acto de violencia como los mencionados, debemos en primer lugar observarnos en el espejo de nuestra historia personal y social. Mirarnos al espejo también nos indica cuán auténticos somos.
Por un lado, deploramos un régimen dictatorial y nos conmueve la gente que padece hambre, pero cuando llegan a nuestras puertas los tratamos como ciudadanos de segunda categoría al estigmatizarlos o al aprovecharnos de su situación. La solidaridad no sólo debe ser de palabras, sino de gestos concretos, acciones donde se refleje el valor de la persona, cuestión que Cristo expresa en el Nuevo Testamento, donde su propia vida es la de un migrante y cuyo mensaje central es el Reino de Dios para todos. Porque el Reino de Dios es una «Buena Noticia», que exige crear las condiciones adecuadas para una vida digna, preocupándonos por aquel que se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad.
Un desafío a la fe
Como sociedad que se encamina al Bicentenario, debemos vencer nuestros miedos y entender que los migrantes representan un capital humano que aporta a la construcción de una nación. Bien haría el Estado en promover políticas de formalización de su trabajo y de integración cultural, pero sin dejar de resolver nuestros propios problemas internos de desigualdad e informalidad; en caso contrario seguiremos alimentando el fantasma de la xenofobia. Igualmente, como cristianos debemos entender que su presencia y situación desafían nuestra fe y esperan de nosotros una respuesta. El papa Francisco frente a este tema ha señalado que debemos articular cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Conjugar estos verbos representa un deber de justicia hacia ellos, y cada gesto de solidaridad que manifestemos -por más insignificante que sea- engrandece nuestra aspiración a ser una mejor nación y hace posible la esperanza en este mundo.
Quisiera finalizar con la pregunta de Mateo 25, 38: «¿cuándo te vimos forastero, y te acogimos?» La fe no es un acto etéreo, sino un desafío constante y concreto en cada encuentro con el drama humano.