Silvia Cáceres Frisancho*.- De este modo, Francisco ha calificado su viaje a la isla de Lesbos y su visita al campo de refugiados en la isla de Moria, pues éste significa el encuentro «con la catástrofe más grande desde la II Guerra Mundial». Acompañado por el patriarca Bartolomé de Constantinopla y por Jerónimo, arzobispo de la Iglesia ortodoxa griega, Francisco va donde los refugiados para «atraer la atención del mundo ante esta grave crisis humanitaria y para implorar la solución de la misma».
Desde el inicio de su magisterio, el Papa ha mostrado una gran preocupación por el drama que viven los refugiados. Esta vez -en correspondencia con las exigencias del Evangelio- ha puesto delante del mundo entero a las víctimas de la guerra y el hambre, recordando que tras las grandes cifras de refugiados, lo que hay son nombres, historias y familias enteras que han tenido que dejar sus vidas huyendo de la violencia.
«He venido aquí con mis hermanos, el Patriarca Bartolomé y el Arzobispo Jerónimo, sencillamente para estar con ustedes y escuchar sus historias», dice Francisco en el refugio de Moria. Así como el «buen samaritano» (Lc 10, 25-37), estos tres líderes de las Iglesias cristianas, se hacen prójimos de las víctimas y se ponen a su servicio en la escucha atenta de sus testimonios personales; escucha que significa, por un lado, el reconocimiento de éstas como sujetos que tienen el derecho a expresarse y, por otro lado, que cualquier práctica en bien de la humanidad -sea o no desde la fe- debe darse desde el sufrimiento y las necesidades de los más vulnerables.
Así, desde Lesbos, hace un llamado a escuchar el clamor de estas personas y a solidarizarse con ellas a través de acciones concretas: «Esperamos que el mundo preste atención a estas situaciones de necesidad trágica y verdaderamente desesperadas, y responda de un modo digno de nuestra humanidad común» (Moria, 2016). Estas palabras son un eco del pedido que hizo con anterioridad a los gobiernos, a la iglesia y a la sociedad civil.
A los gobiernos, sobre todo europeos, les pidió no cerrar sus puertas y acoger a estas personas que suplican ayuda: «Europa…, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes» (Al Cuerpo diplomático, Roma, 2016).
A las parroquias y comunidades religiosas les llamó a «acoger a las familias de refugiados» en sus casas (Roma, 2015). Y, por último, se ha dirigido a la sociedad civil diciendo: «Ojalá que todos nuestros hermanos y hermanas en este Continente…, vengan a ayudarles con aquel espíritu de fraternidad, solidaridad y respeto por la dignidad humana, que los ha distinguido a lo largo de la historia» (Moria, 2016).
¿Qué queda tras este viaje? A pesar del sentimiento de tristeza que genera el confrontar la dura realidad y más aún, saber que todavía no hay soluciones concretas, una exclamación emerge desde la incertidumbre: «¡No pierdan la esperanza!» Este es el pedido que hace Francisco a los emigrantes, un pedido que -tal vez- se hace a sí mismo: el no permitirse ceder a la tristeza para seguir insistiendo con terquedad que se atiendan las necesidades de las víctimas.
Que el clamor de éstas no sea sordo, sino que interpele con fuerza, para que todos los pueblos sean capaces de sumarse a esta terca esperanza y movilizarse en una acción solidaria y transformadora de la realidad.
* Teóloga
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