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Tráfico de Lima: expresión de desprecio a los demás

Felipe Zegarra Russo*.- «Una democracia no puede sobrevivir sin virtudes cívicas» (Fidel Valdez, presidente de Filipinas, noviembre 1998)

El tráfico es una manifestación de la falta de ética de grandes sectores de nuestra población. A cada persona sólo le preocupa lo suyo. Hay mucha gente en la ciudad que solo vive para sí misma. Faltaría espacio para probar las afirmaciones que haré.

Hay peatones que atraviesan cuando no deben hacerlo. Pero son muchos más los autos que no cumplen con las reglas: no respetan las luces rojas, obstaculizan el paso de los peatones por las esquinas, doblan sorpresivamente sin hacer señales con las luces o allí donde no está permitido hacerlo arriesgando las vidas de muchos, y para colmo insultan a los caminantes que reclaman sus derechos. En pocas palabras, les importa más su máquina que la vida de los peatones: los consideran seres insignificantes, pues no tienen movilidad propia.

Y algo parecido ocurre en el transporte colectivo: hay pasajeros que al tropezar con otro no piden disculpas, que hablan con voz excesivamente alta por sus celulares o conversando con otros, y no es infrecuente que muchas jóvenes, y sobre todo muchos varones, se queden sentados -aún en los sitios preferenciales- cuando sube alguien a quien se le debe ceder el asiento. En las calles, el claxon suena desaforadamente, a toda hora y por cualquier razón; el que está en sexto o séptimo lugar en la fila de autos toca apenas se prende la luz verde, desesperando a los otros. Pareciera que hacerlo sonar es para llamar la atención hacia la importancia de quien conduce.

Hay avenidas en las que se supera en mucho los decibeles permisibles. Un par de ejemplos reales: por la calle en que vivo alguno ha pasado a las 3:30 de la mañana haciendo sonar los tubos de escape en exceso, y otro toca su bocina a las 2:15 a.m. –hora en la que casi no hay casi tráfico-. ¿Tan desmesurada es la necesidad de sentirse importante?

Debo reconocer que recientemente me ha sorprendido ver que algunos conductores abren paso y dejan pasar una ambulancia o un vehículo de bomberos; pero generalmente, no se les hace caso.

También hay demasiados vehículos usados por una o dos personas. Y si el transporte público es todavía deficiente (los conductores lo demuestran casi todo el tiempo), los usuarios hacen lo suyo: bajan por delante y algunos suben por atrás: los pasadizos se congestionan y los cobradores actúan como si no les correspondiera resolver el problema.

La policía, cuando está, no se hace presente donde es necesario; y si están, solo se preocupan de multar a quienes les place, o bien miran para otro lado. No controlan realmente el tráfico. Están parados, poco o nada hacen. Y ni hablar de los empleados municipales, con sus chalecos amarillos (son increíblemente numerosos y parece que en la Municipalidad sobra dinero): ellas y ellos suenan sus pitos y mueven la mano sin sentido alguno.

La vida en las calles de Lima es una muestra notoria de un individualismo irreflexivo, no raramente grosero, que distingue nuestra ciudad de las otras capitales latinoamericanas. Parece que habría que «parar el carro» para ponernos a pensar en estas actitudes y sus motivaciones más profundas, y para volver a prestar atención a la tranquilidad y la vida de otras personas: todos resultaríamos beneficiados. Y el Estado no puede abstenerse de sus responsabilidades.

«Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad… esa alegre superficialidad nos ha servido de poco… termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad…» (Papa Francisco, encíclica Laudato si´, 229).

* Sacerdote y Teólogo

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Compartido por diario La República