Mónica Pallardel Aparicio y Thomas Charpentier*.- «Sí, acepto» son palabras cortas, sencillas, hasta aparentemente fáciles de decir, pero que marcan el inicio de una nueva vida llena de compromisos, promesas e ilusiones para una pareja. Sea ante un juez o un sacerdote (e incluso, solo entre la pareja), pronunciamos estas palabras en voz alta y con la esperanza de que todo lo que viene después sea bueno.
Sin embargo, a medida que la boda se acerca, uno puede a veces olvidar lo que estas palabras significan realmente. Nos perdemos en los preparativos, en organizar la fiesta, los invitados, conseguir todos los papeles que piden, y en las mil cosas que te ofrecen para hacer de este momento inolvidable.
Con un año de anticipación se empieza a separar todo lo necesario para que este día sea perfecto, y nos vemos sumergidos en decisiones que nos agobian y que nos alejan de lo central. Y es que lo importante está en aquello que se comparte en pareja, preparándose y preparando cada detalle; en lo que supone aprender a pensar en lo que el otro quiere, pero también decir al otro lo que queremos; en ceder de vez en cuando; en escuchar pero también hablar, confiar y confiarse.
Es quizás en este aprender a «confiar en», y a «confiarse a alguien», que descubrimos la manera profunda en la que la fe interviene. Porque cada uno pone en el otro sus esperanzas, sus sueños y también sus miedos. Pero también porque en el camino de preparar este momento especial nos reencontrarnos con nuestra fe y desde ella, desde nuestra fe en Dios, descubrimos el matrimonio como una bendición. Una bendición que no se limita a ti y a tu pareja.
En este preparar y prepararse, te haces más consciente que si bien el matrimonio es de dos, están también detrás las familias. De las cuales aprendes nuevas costumbres, ritos, gustos, diferencias, y que es otra forma de conocerte y conocer a tu pareja. Y ahí descubres, en la práctica, eso para lo que nos preparamos para decir el «sí, acepto», como pareja, frente a nuestras familias y la comunidad.
Sí, también la comunidad, esa comunidad que acompaña no solo como testigos del compromiso, sino que también nos tiene presentes en sus oraciones. Porque el matrimonio cristiano no es solo un asunto de dos, ni siquiera de dos familias. Tampoco es solo un asunto relativo a la sociedad. Al decirse «sí, acepto», al formar una nueva familia, uno aprende a comprometerse, a comunicarse, a interesarse en los demás, a elegir, a hacer concesiones, a formar nuevos proyectos. El «sí, acepto» no está cerrado en sí mismo (o la familia no está cerrada en sí misma), al contrario es una apertura al otro, al mundo, una invitación a comprometerse en él.
Esto último nos debe invitar a reflexionar sobre lo que nos rodea: el espacio en el que iniciamos esta nueva vida, y lo que queremos para el futuro. Es aquí donde debemos pensar más a profundidad en aquellos «sí, acepto» que no pronunciamos en voz alta pero marcan significativamente nuestro entorno. Aquellos en los que no meditamos pero que aceptamos en silencio hasta que nos afecta. Silencio que permite que se acentúen las injusticias, las desigualdades y el olvido, que están tan presentes hoy en día.
Y es que si algo hemos descubierto preparando la ocasión para este «sí, acepto» público, en voz alta, en medio de alegrías y tensiones, es que a lo que deseamos comprometernos es a no dejar de aprender a aceptarnos, a buscarnos, a ofrecernos y ofrecer lo mejor de nosotros dentro y fuera de nuestro hogar. Dejando a Dios las puertas abiertas de nuestros corazones, para que nos ayude a hacer de este amor humano, un amor divino, liberado de las tentaciones del poseer, del narcisismo, de la complicidad de esos otros «sí, acepto»… un amor dispuesto a seguir aprendiendo.
* Mónica es responsable de Comunicaciones del Instituto de Investigación y Políticas Educativas de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y Secretaria Ejecutiva de CONSIGNA; Thomas es responsable del área de Comunicaciones de la Diócesis de Le Havre (Francia). Ellos están recién casados.