Frei Betto*.- Querido Che: Treinta años después de su asesinato en Bolivia le escribí la primera carta abierta. Ahora, en vísperas de cumplirse los 50 años, el día 8 de octubre del 2017, vuelvo a escribirle una nueva carta.
Usted dio la vida por la liberación de América Latina y de todos los pueblos oprimidos. Su ejemplo simboliza a una izquierda que, dentro de la misma izquierda, es considerada romántica. Hay compañeros y compañeras que juzgan su trayectoria como equivocada por haber valorado la lucha armada y sumergido en las selvas de Bolivia, creyendo que la penuria en que vivían los campesinos sería un factor propicio para despertarles la conciencia política.
No estoy de acuerdo con tales críticas. Yo le considero un asceta de la utopía. No eran los conceptos marxistas los que prioritariamente lo movilizaban. Era la sensibilidad indignada frente a la miseria y al desamparo. Por eso se hizo médico. Y por eso recorrió América Latina, para cuidar voluntariamente a enfermos desprovistos de recursos. Le conmovía el dolor humano. La exclusión social le sublevaba. El marxismo le sirvió de método para comprender las causas de la injusticia.
Esa búsqueda le llevó a México y allí a unirse a los revolucionarios cubanos sobrevivientes del ataque al cuartel Moncada en 1956, en la lucha contra la tiranía de Fulgencio Batista. Además de médico en Sierra Maestra, usted se destacó como líder guerrillero y fue uno de los comandantes del Ejército Rebelde. Victoriosa la Revolución Cubana en 1959, usted ocupó funciones ministeriales importantes, incluyendo la presidencia del Banco Central, para forjar los cimientos de la sociedad socialista de la isla revolucionaria.
Usted estaba en paz consigo mismo y con la historia, querido Che. Podría haber permanecido en Cuba hasta el fin de sus días. Sin embargo usted quiso hacer un gesto semejante al del joven Francisco de Asís en el siglo 13: abandonó el poder y anónimamente se desplazó al Congo y después a Bolivia, corazón de la América del Sur, movido por el sueño de emancipar la Patria Grande Latinoamericana. Como me dijo Fidel, si usted hubiera sido católico la Iglesia lo proclamaría santo, como hizo con la guerrillera francesa Juana de Arco.
Los tiempos cambiaron y hoy ya no se justifican las guerrillas en América Latina. La última que queda, las FARC en Colombia, busca en La Habana un acuerdo de paz con el gobierno colombiano. Eso no significa que la lucha armada esté definitivamente descartada de la agenda de la izquierda. En la coyuntura democrática actual, en la que no nos enfrentamos con regímenes dictatoriales, la lucha armada apenas le interesa a dos sectores: a la extrema derecha y a los fabricantes de armas. Sin embargo, si en el futuro las vías democráticas fuesen suprimidas de nuevo, no le quedará al pueblo si no el recurso tomista del tiranicidio. Cuando la fuerza del derecho es negada por los opresores, a los oprimidos no les queda sino el derecho a la fuerza.
La actual coyuntura de nuestro continente es substancialmente diferente de la que usted conoció en las décadas de 1950-60, y también de cuando le escribí la primera carta abierta, en 1997. En los últimos 50 años América Latina pasó por tres grandes ciclos. Primero, a partir de 1960, las dictaduras que proliferaron por casi todos los países de la región, patrocinadas por los sucesivos gobiernos de los EE.UU. Ellas dejaron un rastro indeleble de sangre pero por dicha fueron vencidas por las fuerzas democráticas.
A continuación vino el ciclo de los gobiernos «mesiánicos» neoliberales: Collor de Melo en el Brasil, Menem en Argentina, Fujimori en el Perú, Caldera en Venezuela, García Meza en Bolivia, etc.Todos fracasaron y fueron rechazados por el pueblo en las urnas.
Tras un breve período de gobiernos socialdemócratas, la vía democrática burguesa no impidió el surgimiento de gobiernos democrático-populares: Ortega en Nicaragua, Chaves y Maduro en Venezuela, Lula y Dilma en el Brasil, Morales en Bolivia, Salvador Sánchez en El Salvador, los Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador y Mújica en Uruguay.
Ahora, Che, parece que ese ciclo progresista se esfuma. Se salva Cuba, la única nación socialista de América Latina y de Occidente. Es nuestro deber indagar por qué nuestros gobiernos de centro-izquierda no lograron alcanzar la sustentabilidad. Atribuir la causa solamente a la ofensiva imperialista estadounidense es fácil. Lo difícil es hacer autocrítica y admitir los errores cometidos, con la intención de superar el actual impasse.
Nuestros gobiernos democrático-populares confiaron demasiado en la reprivatización de sus economías. Invirtieron prioritariamente en el mercado de commodities. Adoptaron una política de expansión agropecuaria y extractora profundamente dañina para el medio ambiente y para las comunidades rurales, indígenas y afrodescendientes.
Gracias al alza del precio del barril de petróleo, y también de minerales y productos de agronegocio, como la soya y la carne, nuestros gobiernos acumularon suficientes recursos para equilibrar sus cuentas, romper vínculos con el FMI, reunificar a la América Latina y el Caribe, sacar a Cuba del limbo diplomático y, sobre todo, financiar programas sociales que sacaron de la miseria a millones de personas. A pesar de ello, no supieron aprovechar la marea favorable para hacer a nuestros países menos dependientes de las fluctuaciones del comercio exterior y de las oscilaciones económicas de las naciones metropolitanas.
La estrategia para promover la inclusión de los más pobres fue equivocada, por la vía del consumo. No se les proveyó de condiciones de producción y por tanto de emancipación. No se tocaron las estructuras que, aún hoy, hacen de nuestro continente el primero en desigualdad social.
En el caso del Brasil, los pobres fueron integrados como consumidores y no como ciudadanos. Tuvieron acceso a bienes personales (celular, computadora, nevera, microondas, televisión, cocina, etc) pero no a bienes sociales de calidad (vivienda, educación, salud, servicio sanitario, transporte colectivo, etc.). Algunos de nuestros gobiernos creyeron, equivocadamente, que agradarían a los ricos evitando la revolución de los pobres, y que también agradarían a los pobres canalizando recursos, antes destinados a los ricos, a programas sociales.
Esa política compensatoria agrado principalmente al sistema financiero, responsable de la ampliación del crédito y enormemente beneficiado por la extorsionadora tasas de interés.
Ante la pobreza se adoptó exactamente la receta prescrita por el Banco Mundial: tratarla con medidas administrativas, sin alterar las estructuras causantes de la desigualdad social. No se promovieron reformas estructurales, como la agraria, la obrera, la política y la tributaria.
Tal asistencialismo de Estado favoreció la despolitización de los segmentos populares. Se maquilló la lucha de clases, pues el consumismo crea en el pobre la ilusión de ascenso social, gracias al acceso a mercancías impregnadas de fetiche, productos símbolos de status, como celular y auto.
Al contrario de Cuba, que creó una cultura de resistencia y de compartir, en nuestros países la conciencia de clase fue opacada por la aspiración de alpinismo social. Muchos sueñan con ser ricos y la clase media se siente incómoda viendo al «pobretariado» amenazando con ocupar sus espacios, incluso el político, como la elección para presidente de un metalúrgico en el Brasil o de un indígena en Bolivia.
Se abandonó el trabajo político de base. Se creyó que la máquina gubernamental sería suficiente para movilizar a la población. No se tuvo el cuidado de organizar políticamente a los beneficiarios de los programas sociales. Y en el Brasil el enemigo encontró espacio suficiente para proseguir utilizando los medios según sus intereses, y revestir su discurso político de un exacerbado moralismo, sobretodo en el combate selectivo a la corrupción, sin que los corruptos de derecha fueran igualmente castigados.
Después de los análisis de Piketty, querido Che, estoy convencido de que no se erradica la pobreza sin combatir la riqueza. Sin reducir el poder de la especulación financiera y priorizar la actividad productiva. Sin imponer reglas al capital financiero y límites al mercado. Sin abrazar decididamente un amplio programa de preservación ambiental, cuyos principales protagonistas deben ser los que hoy son las mayores víctimas de la degradación, los campesinos, los pueblos indígenas y los afrodescendientes.
Pero no todo está perdido. Hay que guardar el pesimismo para vías mejores. En la base social brillan luces de esperanza, como las movilizaciones estudiantiles, obreras y campesinas; las iniciativas de economía solidaria; el paradigma indígena del «vivir bien»; los nuevos partidos que no se avergüenzan de afirmar que «el otro mundo posible» será socialista o simplemente no será, considerando que el capitalismo agoto su cuota de relativo humanismo después de la caída del muro de Berlín. Hoy hasta el papa Francisco se atreve a denunciarlo y considerarlo una «dictadura sutil», como declaro en su visita a Bolivia el 2015, una vez que, caída la mascara del capitalismo, es notoria su naturaleza bélica (guerras), excluyente (refugiados y desempleados), inhumana (apropiación privada de la riqueza) y anti ecológica.
Che, más que nunca nos llena de esperanza y ánimo su testimonio ejemplar de que, así como el camino se hace al caminar, la victoria se alcanza al luchar.
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* Frei Betto es escritor, autor de «paraíso perdido. Viajes al mundo socialista» entre otros libros.
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