José Luis Franco* .- «Ustedes son un pueblo que tiene mucha reserva, y la reserva más linda que puede tener un pueblo es la reserva de los santos. Y tienen tantos santos y grandes santos que marcaron Latinoamérica».
Estas palabras del Papa Francisco forman parte de un mensaje previo de anuncio de su visita a nuestro país en enero pasado, poniendo en agenda el tema de la santidad vivida por los mismos santos. Pero, además, constituye un adelanto a su nueva Exhortación Apostólica «Gaudete et Exultate», publicada en marzo, cuyo objetivo es «hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades» (GE 2). La cuestión es ¿cómo vivir la santidad en medio de los avatares del mundo moderno?, ¿es la santidad únicamente para determinadas personas elegidas por Dios?, ¿cuál debería ser nuestra mirada con respecto a ello?
Para responder estas preguntas quisiera partir de un ejemplo concreto, el de Isabel Flores de Oliva: mujer nacida en el siglo XVI y que pasaría a la posteridad como Rosa de Lima. Es una santa que integra la reserva que refiere el Papa Francisco y que el año pasado se conmemoró el IV centenario de su muerte. Pero quisiera observar su vida no desde la religiosidad popular que ha ensalzado su santidad, a través de aspectos más piadosos, sino con una mirada hacia los elementos más simbólicos. Entiendo su santidad no como un intimismo, reducido sólo a una dimensión espiritual, sino como una santidad en su real dimensión que parte de lo humano y se refuerza con lo espiritual, para concretarse finalmente en el amor al prójimo. Todo ello enmarcado en un proceso continuo de conversión.
La vida de Rosa de Lima, de apenas 31 años, es la clara manifestación del amor de Dios hacia el otro, principio básico para hablar de santidad. Ella, en su propio contexto, pudo hacer posible este postulado: a partir de las dificultades personales y sociales que vivió logró responder al llamado de Dios para vivir la caridad y el compromiso con el otro. Su vida fue un constante ir a contracorriente. La sociedad de su tiempo proponía como camino a la santidad el recluirse en un convento, pero ella rechaza dicha opción y se asume como una cristiana comprometida en un espacio estrictamente social. Por ello, no sorprende que su casa la convierta en una especie de enfermería y manifieste un amor especial hacia la población esclava, para quienes no existía un espacio donde sanar sus heridas durante la Colonia. Detalles que conllevan a afirmar la plasmación de una santidad subversiva, en el sentido que uno puede ser capaz de cambiar el orden establecido. Porque cada momento de la vida de Rosa fue una apuesta por hacer posible el reino de Dios, desafiando los parámetros sociales y proponiendo un orden nuevo en donde los pobres y marginados estén primero. Esto es justamente lo que nos recuerda Francisco a partir de vivir las bienaventuranzas, «que van muy a contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad» (GE, 65).
Vivir la santidad es entonces una propuesta subversiva porque cuestiona lo establecido y ello nunca está exento de conflictividad, sea esta emocional o estructural. Rosa no fue un ser sobrenatural, fue un ser humano que pudo entender esta propuesta, y en medio de las distracciones pudo confiar y escuchar la voz de Dios. Todo gracias al «hábito del discernimiento», el mismo que hoy nos pide Francisco, toda vez que sin ello «podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento» (GE, 167). Discernir lo experimentado y comprender la voz de Dios «nos empuja a partir una y otra vez, y a desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras. Nos lleva allí donde está la humanidad más herida y donde los seres humanos, por debajo de la apariencia de la superficialidad y el conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta por el sentido de la vida» (GE, 135).
Al recordarnos la vida de los santos, tanto los oficiales como aquellos que se pasean a nuestro lado día a día, Francisco nos pide que nos dejemos sorprender y desinstalar por ellos, «porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante» (GE, 138). Son personas que nos sirven como ejemplo para que todos podamos aspirar a la santidad, simplemente porque están encarnando las bienaventuranzas transmitidas por Cristo (Mateo, 25), aquel programa de vida dirigido a toda la Cristiandad y que constituye una invitación a toda persona de buena voluntad a materializar la justicia y engendrar un nuevo mundo.
Tanto la vida de Rosa, que nos recuerda la perseverancia para vivir la santidad asumiendo las bienaventuranzas, como el mensaje de la «Gaudete et Exultate», nos ofrecen la posibilidad para convertirnos también en santos. Pues a pesar de nuestras limitaciones, podemos ser generadores de esperanzas siempre y cuando superemos nuestros egoísmos y aprendamos a reconocer en el otro su dignidad, por más que ello signifique marchar a contracorriente y subvertir el orden. Eso es santidad.
——
* Teólogo
Iniciativa Eclesial 50° VAT II