Frei Betto.- Para quien no sabe nadar y está interesado en aprender no basta con leer el manual de natación. Al pasar a la práctica el peligro de ahogarse es inevitable.
Eso vale también para la vida de oración. No basta con lecciones de catecismo o de teología, con leer textos religiosos o frecuentar la iglesia. La oración, como la natación, se aprende en la práctica. Es el modo más apropiado para cultivar la espiritualidad.
Nosotros, cristianos occidentales, somos cartesianamente muy conceptuales. Hablamos de Dios, sobre Dios, con Dios, pero no dejamos a Dios hablar en nosotros. Somos como una tía mía, que hablaba tanto por teléfono que ni cuenta se daba de que mi madre se ausentaba de tanto en tanto del teléfono para ver cómo estaban las ollas en el fogón.
¿Para qué sirve la oración? Para que el corazón se embeba de la presencia divina, a fin de dilatar nuestra capacidad de amar y profundizar en la fe. Jesús oraba. Pasaba largas horas en oración, incluso hasta una noche entera, como nos dice Lucas (6,12; 9,18; 18,1). Eso contradice la idea herética, y sin embargo tan frecuente, de que Jesús no tenía fe como la tenemos nosotros. Incluso pasó por crisis de fe (Marcos 15,34).
Hay muchas formas de oración. Algunas religiosas, como el culto o la misa, el canto, el oficio divino, el rosario, la recitación de los salmos, romerías y peregrinaciones. Y están las que trascienden la esfera religiosa, como la meditación y la contemplación.
Meditar es como aprender a nadar o a andar en bicicleta. Para quien no sabe son tareas arriesgadas, peligrosas. Después que se aprende se hace sin pensar.
Debemos estar bien conscientes de que la mente egocéntrica no es capaz de entrar en el mundo de la meditación. Se medita con el corazón, no con la razón; con el inconsciente, no con el consciente; con el no pensar, no con el pensar. Así, de conductor se pasa a la condición de conducido.
Hay que perder la manía de querer controlar todo a través de la mente. Es necesario despojarse de ella. Acallarla. Tomarla por el reverso. Cerrar los ojos y la boca de la mente, tan golosa y soberana. Cuanto más se consigue cegarla, más se ve la luz. La mente es capaz de aprender la física de la luz. No su propia luz –ésta sólo la capta la meditación.
Meditar es sumergirse en el mar. No puedo poseer o retener el océano; pero puedo bañarme en él, dejar que me envuelva, acunar o cargar en sus olas. Al ser capaz de esa inmersión comienzo a meditar.
El mar está siempre ahí. Soy yo quien debo dar pasos hacia él. Él nunca se aparta de mí; está listo para recibirme. Pero debo librarme de las ropas que pesan tanto en mi ser. Cuanto menos, más levedad en el agua.
Entro en el agua. Mal sé nadar. De repente percibo que ya no hago pie. Es cuando se inicia la meditación. El ego siente que ya no tiene apoyo. La fuerza del agua que me envuelve es mayor que mi capacidad de caminar dentro de ella.
Cuanto más lejos penetro en el mar, más agua me envuelve. Cuanto más me sumerjo, mayor la profundidad que alcanzo. En torno a mí, por el lado derecho y por el izquierdo, por encima de la cabeza y debajo de los pies, todo es océano.
He ahí la meditación. Sin embargo si una idea furtiva o una preocupación me lleva a la playa, no debo inquietarme. Basta con volver al agua. El océano de la meditación es infinito.
La meditación dilata nuestra capacidad de abrirse al amor de Dios y amar al prójimo. Y nos induce a no dar importancia a lo que no tiene importancia, librándonos de sufrimientos inútiles.
En los evangelios no aparece el término meditación. Pero todo indica que Jesús meditaba. Si él tanto insistió en que no empleáramos tantas palabras en la oración, y pasaba noches cultivando su vida espiritual, es de suponer que meditaba. Se dejaba impregnar de la presencia amorosa del Espíritu de Dios. Se descentraba de sí para centrarse en la naturaleza, en el prójimo y en Dios.
Para quien tiene interés en profundizar en la vida de oración el primer paso consiste en reservar tiempo para ello, como lo hacemos para las comidas y dormir. Para que la oración se haga efectiva, es necesario que sea afectiva. Común unión (comunión) de amor.
Oración que no acaba en misericordia, tolerancia, servicio a los necesitados y defensa intransigente de los derechos humanos, es mero palabrerío carente de contenido y de sentido. Es tomar el santo nombre de Dios en vano. Pues «no todo aquel que dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de Dios, sino el que hace la voluntad de mi Padre» (Mateo 7,21).
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Frei Betto es fraile dominico, conocido internacionalmente como teólogo de la liberación. Autor de 60 libros de diversos géneros literarios -novela, ensayo, policíaco, memorias, infantiles y juveniles, y de tema religioso en dos acasiones- en 1985 y en el 2005 fue premiado con el Jabuti, el premio literario más importante del país. En 1986 fue elegido Intelectual del Año por la Unión Brasileña de Escritores. Autor de «Un Dios muy humano», entre otros libros.
Asesor de movimientos sociales, de las Comunidades Eclesiales de Base y el Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra, participa activamente en la vida política del Brasil en los últimos 50 años.
www.freibetto.org/> twitter:@freibetto.