“Vemos a Jesús en los rostros de los niños sirios marcados aún por la guerra”, “en los niños de Irak, que todavía sigue herido y dividido por las hostilidades que lo han golpeado en los últimos quince años”; “en los niños de Yemen, donde existe un conflicto olvidado”; en los niños de África, “especialmente en los que sufren en Sudán del Sur, en Somalia, en Burundi, en la República Democrática del Congo, en la República Centroafricana y en Nigeria”. (Papa Francisco, 2017).
Las guerras desfiguran el rostro de la humanidad. Ancianos, hombres, mujeres, niños y bebés, que, además de vivir en la pobreza y alejados de cualquier privilegio, son golpeados sin clemencia por la barbarie de la guerra. Esos rostros inocentes solo sufren la cruenta violencia que frustra y mutila sus vidas, fractura su cotidianidad, despoja de su dignidad, anula el presente y confisca el futuro. La guerra les deja sin posibilidad de vivir su vida y desarrollarse como personas.
Rostros desfigurados por el miedo a morir bajo un bombardeo inmisericorde, una incursión a mansalva, el estallido de un misil de racimo, la explosión de una mina o simplemente por estar en el lugar y en el momento equivocados.
Rostros desfigurados por la urgencia de abandonar su casa y ciudad, de renunciar a su pasado, perder su presente y futuro. Dejar atrás amigos, conocidos y allegados, su cultura, su historia, sus costumbres, su entorno… para salir despavoridos con una mochila o maleta llenada al apuro, solo huyendo de una «tormenta bélica», sin rumbo ni lugar a donde ir o llegar. Solo se sabe que hay que tomar a los niños al resto de la familia y salir, huir, partir a toda prisa… para paliar esa cruenta guerra que llegó impuesta por un sinfín de intereses de poderes mundiales. Pasan a vivir una vida a riesgo de caer en trata de personas -en especial mujeres y niños-, de la vulneración sistemática de los derechos humanos, de xenofobia…
Rostros desfigurados por la muerte, las heridas, las mutilaciones, las masacres, las fracturas, las balas perdidas… que golpean sin tregua a millones de familias en países, ciudades, pueblos, caminos y senderos. Para evitar ser alcanzados por esa «hoguera bárbara» caminan desorientados, corren sin sentido, deambulan por doquier y se pierden lejos de su hogar, simplemente huyen de todo aquello que huele a muerte, con el único fin de salvar su vida y la de sus familias.
Rostros desfigurados por la pena y el dolor de perder a sus seres queridos, dejar a los abuelos, salir sin tener tiempo para abrazarse y despedirse. Rostros desfigurados por la incertidumbre y la duda de no saber que hay más allá de ese momento. Desconocen su presente inmediato y están dispuestos a lo que venga. Salen sin ninguna seguridad, esperando encontrar un lugar seguro y algo de tranquilidad que acalle el ruido de su alterada realidad y aplaque sus emociones alborotadas. La migración forzada les enfrenta a la ¡horrible y terrible! miseria, pobreza… y otras tantas catástrofes y abusos.
Esos rostros, desfigurados por la guerra, golpean con fuerza y en silencio la conciencia de la humanidad, para que nadie quedemos indiferentes ni miremos hacia otro lado. Están allí en medio de esa realidad macabra de escombros y explosiones, mirando a los fabricantes de guerra, productores y vendedores de armas, a los gobiernos y políticos y militares que deciden y hacen las guerras… a los que se olvidan de amar y solo buscan enriquecerse matando las vidas y la esperanza de la casa común.
¡Basta de guerras, basta de desfigurarnos los rostros sin piedad, sin misericordia! Reconozcámonos, aunque parezca difícil, que somos hermanos. Busquemos caminos de diálogo para construir la paz desde la justicia social, equidad, inclusión, venciendo la pobreza, desterrando la violencia, eliminado las armas. Con fraternidad y cooperación, trabajo y solidaridad lograremos vías de sensibilización de la humanidad para encontrar la paz, porque de acuerdo con el plan de Dios todos estamos hechos para la vida y no para la muerte.
———-
Carta semanal de la Comisión Ecuatoriana Justicia y Paz | Con los ojos fijos en Él, en la realidad y la fe.