Raúl Zegarra.- Uno de los problemas más grandes que tuvieron que enfrentar las nacientes iglesias cristianas después de la muerte de Jesús de Nazareth fue el de determinar el rol de éste para nosotros. Poca duda hubo de que Jesús era un profeta extraordinario y de que tuvo una relación especial con Dios. ¿Pero qué tipo de relación era ésta y cuáles sus implicaciones? Estas preguntas desataron lo que se llamaría la controversia cristológica, la misma que no tendría cierre «definitivo» sino hasta el siglo quinto con el Concilio de Calcedonia.
Pero Calcedonia no fue sino el punto culminante de una larga tradición iniciada por San Pablo y afianzada, entre otros, por Ireneo de Lyon. Fue este último, precisamente, el que acuñó la idea de que en Cristo toda la historia es reconciliada, «recapitulada». En un mundo de corrupción y de pecado, es el amor hecho carne de aquel que es plenamente Dios y plenamente hombre el único acontecimiento que puede reconciliar la historia. Y esto es posible porque, con su resurrección, Cristo ha vencido la muerte y nos ha hecho partícipes de una vida inmortal.
Por supuesto, en este momento el lector debería sentir cierta sospecha. Famosamente, Marx llamó esta reconciliación «el opio del pueblo»; Nietzsche la consideró una expresión del «resentimiento» de los débiles; Freud la concibió como una «ilusión» empleada por la especie para lidiar con nuestra fragilidad.
¿Y no es acaso esta promesa de reconciliación, en efecto, una ilusión o, peor aún, una afrenta a la justicia? Nos encontramos de cara a una paradoja. La paradoja, además, se vuelve más radical cuando dejamos la comodidad de los libros y miramos con seriedad nuestro quebrado país.
La irregular liberación del ex-presidente Fujimori ha desatado furibundas reacciones cuyo núcleo es, precisamente, el debate sobre la reconciliación y la justicia. Dejando de lado el nefasto manejo que el gobierno ha tenido de esta situación, el debate es fundamental. Y lo es muy especialmente si recordamos que el indulto se hizo público en la víspera de navidad. El mensaje es claro; su cinismo y perversidad, también: «La navidad es un tiempo de paz, cerremos heridas y veamos en el indulto una oportunidad para la reconciliación nacional».
¿Qué hacer, entonces? Por supuesto, la movilización social y la organización política son fundamentales. Mas corresponde también confrontar intelectualmente la paradoja. ¿Es la reconciliación incompatible con la justicia? Como sostiene el filósofo Paul Ricoeur, el lenguaje de la reconciliación implica el reconocimiento mutuo; el vernos como personas y el ser capaces de ponernos en el lugar del otro. La reconciliación es, así, un don que supone una relación de mutualidad, pero que se origina en el amor primero del ofrecer perdón.
Sin embargo, para Ricoeur este don de amor que llamamos reconciliación no colisiona con la justicia. Por el contrario, la presupone. Así, la justicia marca las condiciones básicas de nuestro interacción social y supone un consenso ideal respecto de lo que está y no está permitido. Quien quiebra el consenso conoce las consecuencias y sabe que ellas no suponen un acto de venganza, sino las condiciones pactadas para incentivar una sociedad de respeto mutuo.
En ese marco, no obstante, la reconciliación puede existir. Víctimas y victimarios pueden establecer una relación. Como en efecto sucede algunas veces, ellas y ellos pueden incluso re-humanizarse mutuamente. Así, por ejemplo, no se sirve a la justicia si el ideal es que alguien «se pudra en la cárcel», pues allí la justicia se confunde con vendetta. Pero tampoco se hace justicia a través de amnistías, pues allí se la confunde con impunidad.
Así las cosas, debemos acabar con el mito de que la gracia presidencial concedida a Fujimori es un acto de reconciliación nacional. Dicha reconciliación sería posible solo si emergiese como un acto de perdón ofrecido por las víctimas. Tal perdón podría ser gratuito o la consecuencia del esfuerzo del victimario, pero sería siempre en una relación de mutuo reconocimiento entre ellos. Esto, por supuesto, no ha sucedido y su posibilidad, más bien, prácticamente se ha desvanecido por el grosero uso del indulto por parte del gobierno.
Correlativamente, la reconciliación no es jamás un acontecimiento impuesto desde arriba. Mucho menos si esto se hace vulnerando el debido proceso y tratando de manipular las emociones de la opinión pública. De ahí que la empatía sea en estos casos mala consejera. Porque si bien ella puede incitar compasión por quien sufre, si ésta no se inscribe en el contexto más universal de la administración de justicia, la empatía puede llevarnos a vulnerar los derechos de unos para el beneficio de otros. Esto resulta más grave cuando los sufrimientos son a todas luces dramatizados con el propósito de timarnos, como en el caso que nos ocupa.
De este modo, no toca sino coincidir con el jesuita Ignacio Ellacuría: la justicia es la forma que toma el amor en un mundo marcado por la injusticia. Ella supone, entonces, restablecer relaciones de respeto mutuo allí donde escasean, mas esto es imposible cuando el desprecio por las víctimas de los que usan el poder para su beneficio constituye el pan de cada día. Mientras eso persista, tocará denunciar a viva voz la injusticia. Solo así es posible la reconciliación.
Pero la tarea es inmensa; a Ellacuría y a muchos otros les costó la vida. De ahí que sea esencial tener esperanza, como noté en otro lugar; aunque jamás una esperanza ingenua. Es en este contexto, y solo en él, en el que la reconciliación de aquel que reconcilia la historia tiene sentido. Pues reconciliación no supone impunidad, sino la posibilidad del don de un perdón inmerecido. Mas ese perdón no es prerrogativa de quien jamás ha estado del lado de las víctimas, sino de ellas. Y, para los creyentes, de aquel que en una cruz murió como una de ellas.
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Iniciativa VATICANO II
Comaprtido por Diairo La República, Perú