La corrupción es un pecado que va en contra de la voluntad de Dios porque atenta directamente a los derechos del prójimo y al bien común, echa a perder un país, destruye el orden social y desintegra la administración pública y las instituciones privadas y, lo que es peor, pervierte las conciencias de las personas, siendo los jóvenes y niños los más afectados.
El fraude, el soborno, el cohecho, los sobreprecios desangran y crucifican al pueblo, estos actos de corrupción que venimos experimentando no son esporádicos, sino, al parecer, son crímenes estructurados, organizados y sistemáticos que han sido planificados y se han ejecutado con ignominia, con el fin de alcanzar el beneficio propio y de unos cuantos sin que les importe perjudicar a otros, los más afectados son siempre los más débiles.
La corrupción para el Papa Francisco «es una de las heridas más lacerantes del tejido social, porque lo perjudica gravemente tanto desde un punto de vista ético como económico: con la ilusión de ganancias rápidas y fáciles… en realidad empobrece a todos, menoscabando la confianza, la transparencia y la fiabilidad de todo el sistema.
La corrupción degrada la dignidad de la persona y destruye los ideales buenos y hermosos. La sociedad está llamada a comprometerse concretamente para combatir el cáncer de la corrupción que, con la ilusión de ganancias rápidas y fáciles, en realidad empobrece a todos». Por ello, Francisco invita «a la sociedad en su conjunto a comprometerse concretamente en combatir el cáncer de corrupción en sus diversas formas» (2019).
Es una tarea impostergable y una responsabilidad ineludible de todos los cristianos luchar, denunciar, combatir, rechazar este flagelo que «se ha vuelto natural, al punto de llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en las contrataciones públicas, en cada negociación que implica a agentes del Estado» (Papa Francisco, 2017).
En esta época de pandemia en que miles de personas han fallecido, millones carecen del alimento diario y salen a la calle desafiando a la muerte para buscar el pan del día, que haya personas en instituciones públicas que, con la complicidad de algún empresario y de grupos políticos, planifiquen y ejecuten acciones de corrupción es inaudito. Son delitos que exigen investigaciones inmediatas y objetivas, enjuiciamiento y sanción ejemplar a los culpables.
La impunidad en todos los casos de corrupción pública, es un doble crimen social, porque se permite el cometimiento de un delito que afecta a todos, y además no se lo sanciona, dejando que, culturalmente, aparezca lo execrable como bueno y digno de imitarse.
Es nuestra obligación, como católicos, combatirla frontalmente, sin tregua; el callar es una forma de permitir y colaborar con el crimen, convirtiéndonos con nuestro silencio en cómplices. No basta en sabernos honrados, el ser honestos en nuestra vida es condición para denunciar y señalar la corrupción y a los que la cometen, como el más grave atentado al bienestar de nuestro pueblo.
La corrupción jamás podrá contra la esperanza, por ello nuestra porfiada lucha contra esta pandemia que desarticula y corroe el tejido social debe ser permanente. Sabemos que no podremos vencer este mal en nuestra Patria sino hay una conciencia y responsabilidad en enfrentarla, en todos, pero particularmente en los que nos decimos seguidores de Jesús, que dio su vida, para que todos «tengamos vida y vida en abundancia». (Jn 10,10).
Con los ojos fijos en El, en la realidad y la fe es una publicación de la Comisión ecuatoriana Justicia y Paz, resultado de los Observatorios de Política y Eclesial, que reúnen periódicamente a los miembros de la Comisión para analizar, reflexionar y proponer alternativas, a través de estas cartas.
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Con los ojos fijos en El, en la realidad y la fe
Carta No. 28 – 15 mayo 2020 de la Comisión ecuatoriana Justicia y Paz