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Hacia una cultura de la misericordia

Enrique Vega Dávila (*) (EVARED) – Hace poco tuve la oportunidad de compartir con un grupo de docentes una reflexión acerca de la cultura de la misericordia. Quisiera compartir algunas reflexiones en voz alta a partir de ello.

Cuando uno entra en diálogo para definir lo que es cultura emergen una serie de consideraciones tales como formas de pensar, estilos de vida, producción humana; pero también nos encontramos con una comprensión normativa de la cultura que pretende dar criterios que corren el riesgo de ser mantenidos fijos en el tiempo. Una y otra se entrelazan y dinamizan.

De hecho, cultura es todo aquello que hemos recibido como herencia de las generaciones anteriores. Esta dimensión pasiva de la cultura es fundamental ya que cada uno reconoce, identifica y valora lo que ha sido recepcionado. Las nuevas generaciones no pueden (¡no podemos!) ser ingratas y no reconocer los grandes procesos que son anteriores a ellas (¡a nosotros y nosotras!). Pero no podemos dejar de lado el hecho que, al mismo tiempo que somos receptores, somos agentes productores; se trata de un proceso simultáneo. Sobre la primera dimensión, receptiva, hay mayor claridad; sin embargo, pienso que debemos colocar mucha atención en la última: somos creadores de cultura.

La indiferencia egoísta e individualista, denunciada por las Conferencias Episcopales, es ciertamente un problema en relación a la misericordia, pero existen otros. Valorar esta doble dimensión, receptiva y creativa, de la cultura nos exige un sentido crítico, especialmente en lo que se encuentra relacionado a lo religioso. En este sentido, lamentablemente la misericordia ha tenido el riesgo constante de caer en un ‘formalismo’ que ha reducido las llamadas «obras espirituales y corporales» al mero cumplimiento de ellas sin dar el paso necesario de la transformación de la realidad y la lucha contra toda situación de injusticia. Definitivamente, no se puede «tener al mísero en el corazón» sin acompañarle con justicia que le rehabilite.

Por otro lado, el ‘asistencialismo’, atacado por Francisco, es otra manera de domesticar la misericordia. Ayudar es bueno, y debe hacerse de acuerdo con nuestras posibilidades, y brindar soluciones concretas ante situaciones que aparecen frente a nuestros ojos. El asistencialismo es un modo de desprendimiento ciertamente; pero si se da sin análisis alguno, se convierte solo en un paliativo que quiere curar un cáncer con una vendita de papel. Intentar vivir la generosidad sin su dimensión transformadora es repetir el sistema del que Francisco hace poco ha dicho que necesitamos un profundo cambio. Ambas, formalismo y asistencialismo son tentaciones que acomodan la misericordia.

La revolución de Francisco está buscando un cambio de actitud de quienes somos miembros de la Iglesia y, al mismo tiempo, está recordándonos que la credibilidad de ésta se basa en su coherencia con el Evangelio. Todos y todas debemos seguir preguntándonos si estamos generando una cultura en cuyo centro están «las entrañas removidas por el sufrimiento ajeno».

La misericordia nos desestabiliza porque es exigente, pero no por cumplimiento sino porque nuestras fibras más sensibles se ven afectadas y reconocemos en el otro el dolor mismo de Jesús de Nazaret, prolongado en la carne de nuestros hermanos y hermanas. Una cultura de la misericordia es un proceso que nos hace cada vez más conscientes de la realidad, por ello, nos descentra. Esto requiere que se haga no al margen de la economía, de la política o de lo ecológico.

Todo esto no se trata de un cambio que viene desde arriba sino que se formula y vive desde abajo, por lo que vivir una cultura de la misericordia nos haría corresponsables de modo directo, no de lo que ya se vivió, sino de lo que se estamos por vivir. «Lo razonable», indudablemente, ha sido un factor que ha marcado los procesos culturales en los últimos siglos; esa misma razón ha generado conocimiento o saberes que han dado seguridades a la humanidad, pero quienes no han entrado en esa dinámica han sufrido algún tipo de expulsión o discriminación.

Es hora de que sea el corazón, como lo recordaba Pascal en sus Pensamientos, quien tenga razones nuevas, pero no desde el sentimentalismo que fomentaría los mismos errores mencionados líneas arriba sino, más bien, desde el descubrimiento del otro como un «tú» y de la creación como real interlocutora.

No hay cultura sin agentes protagonistas, no hay misericordia sin corazones que asuman desde la fragilidad del otro, el proyecto de ser la civilización del amor.

* Profesor del Departamento de Teología y de Ciencias religiosas de la PUCP.

Artículo compartido por «La periferia es el centro», diario La República, 03-03-16