Frei Betto (EVARED) -El Brasil es un país de matriz cristiana. Pregúntenle a un hombre o mujer del pueblo cuál es su visión del mundo y de seguro que oirá una respuesta teñida de categorías religiosas.
El cristianismo, en su versión católica, llegó a nuestro país del brazo con el proyecto colonizador portugués. Integrarse a la civilización, tal como lo entendía la península, era hacerse cristiano. Ésta fue la obsesión misionera de Anchieta: anular las convicciones religiosas de los pueblos originarios de la tierra brasilis, consideradas idólatras, para introducir el cristianismo según la teología europea occidental, en clara agresión a la cultura indígena.
Los colonizadores trajeron a los africanos como esclavos. Éstos tenían que someterse al bautismo para entrar en el infierno aquí en la Tierra, con la promesa de que, si eran dóciles a la voluntad y a los perversos caprichos de los blancos, habrían de merecer el paraíso celestial como recompensa. En las barracas de los esclavos se predicaba a Jesús crucificado para que se resignaran a los sufrimientos atroces, y en las casas-hacienda al Sagrado Corazón para que abrieran sus cofres a las obras de la Iglesia.
La flauta y la hostia consagrada
A comienzos del siglo 20 un sacerdote destinado a catequizar una aldea del Xingu quedó indignado al constatar que el ritual religioso se centraba en una flauta tocada por el chamán y cuya música establecía la conexión con el Transcendente. Encerrados en sus cuartos, las mujeres y los niños tenían prohibido asistir a la ceremonia.
Escoltado por soldados, el misionero trajo la flauta al centro de la aldea, hizo venir a las mujeres y a los niños y, ante todos, rompió el instrumento musical, rechazado como idolátrico, y predicó sobre la presencia de Dios en la hostia consagrada.
Ahora bien, ¿qué impide que un grupo indígena ingrese en el templo de Candelaria, abra el sagrario, rompa las hostias consagradas y las tire al suelo? Sólo la falta de una escuela suficientemente dotada.
Fe y política
Nosotros, los occidentales, desacralizamos el mundo o, como prefiere Max Weber, lo desencantamos. Hasta el punto de decretar «la muerte de Dios». Si abrazamos paradigmas tan cartesianos, felizmente en crisis, eso no es motivo para «romper la flauta» de los pueblos que toman en serio sus raíces religiosas.
Hoy se equivoca el Oriente por ignorar la conquista moderna de la laicidad de la política y de la autonomía recíproca entre religión y Estado. Y yerra el Occidente por «sacralizar» la economía capitalista, endiosar la «mano invisible» del mercado y desdeñar las tradiciones religiosas, pretendiendo confinarlas a los templos y a la vida privada.
Los orientales se equivocan por confesionalizar la política, como si las personas se dividiesen entre creyentes y no creyentes (o adeptos a mi fe y los demás). Cuando la línea divisoria de la población mundial es la injusticia que margina a 4 mil de los 7 mil millones de habitantes.
A su vez los occidentales caen en el grave error de pretender imponer a todos los pueblos, por la fuerza y por el dinero, su paradigma civilizatorio fundado en la acumulación de la riqueza, en el consumismo y en la propiedad privada por encima de los derechos humanos.
Un cristianismo a imagen y semejanza del capitalismo
Muchos de nosotros, presentes en esta sala de la Academia Brasileña de Letras, somos hijos e hijas del siglo 20 y nacimos en familias católicas. Fuimos bautizados y crismados, hicimos la primera comunión, aprendimos a rezar y a tenerles devoción a los santos y santas.
Ese cristianismo casaba perfectamente con la moral burguesa que divorciaba lo personal de lo social, lo privado de lo público. Era pecado el masturbarse pero no el pagar un salario injusto a la empleada doméstica recluida en la casa en un cuartucho irrespirable, desprovista de derechos laborales y obligada a desempañar múltiples tareas. Era pecado faltar a misa los domingos, pero no el impedir a una niña negra el asistir al colegio religioso de los blancos. Era pecado tener malos pensamientos, pero no el gastar en licor en una noche lo que el mesero que servía no ganaba en tres meses de trabajo.
Como señaló Max Weber, el cristianismo dotó de espíritu al capitalismo. Hay que tener fe en la mano invisible del mercado, así como se cree en el Dios que no se ve. Hay que estar convencido de que todo depende de méritos personales, y que la pobreza es resultado de pecados capitales como la pereza y la lujuria. Hay que tener presente que son muchos los llamados pero pocos los elegidos para disfrutar, ya en la Tierra, las alegrías que el Señor promete a los escogidos en las mansiones celestiales…
No fue el cristianismo quien convirtió al imperio romano en la época de Constantino. Fueron los romanos quienes convirtieron a la Iglesia en potencia imperial. De igual modo, no fue el cristianismo quien evangelizó a Occidente sino que fue el capitalismo occidental quien lo impregnó del espíritu de usura, de individualismo, de competitividad. ¿Y qué es lo que la historia exhibe como resultado?
Todas las naciones esclavistas de la modernidad eran cristianas. Eran cristianas las naciones que promovieron el genocidio indígena en América Latina. Es cristiano el país que cometió el mayor atentado terrorista de la historia al calcinar a miles de personas con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Eran cristianos los gobiernos que desencadenaron las dos grandes guerras del siglo 20. Ostentaban el título de cristianas las dictaduras que, en el siglo pasado, proliferaron en América Latina, patrocinadas por la CIA. Cristianos son los países que más devastaron el medioambiente. Como son cristianos los que producen más pornografía y abastecen el narcotráfico. Y son cristianas muchas naciones, como el Brasil, en las que se torna insultante la desigualdad social.
¿De qué diablos de cristianismo estamos hablando? Ciertamente no del que reflejaría en la práctica los valores proclamados por Jesucristo.
¿Jesús vino a fundar una religión?
Fuimos educados en la idea de que Jesús vino a fundar una religión o una Iglesia. Eso no concuerda con lo que dicen los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, principales fuentes sobre la persona de Jesús.
En todos esos evangelios la palabra Iglesia (ecclesia, en griego) sólo aparece dos veces, y sólo en el evangelista Mateo. Y esos evangelios constatan que Jesús fue crítico severo de la religión vigente en la Palestina de su tiempo, para lo cual basta con leer el capítulo 23 de Mateo.
La expresión Reino de Dios (o reino de los cielos en Mateo) aparece más de cien veces en boca de Jesús. El teólogo Alfred Loisy decía que Jesús predicó el Reino, pero lo que llegó fue la Iglesia…
Jesús vivió, murió y resucitó en el reino de César, título dado a los primeros once emperadores romanos. Desde el año 63 antes de nuestra era Palestina estaba sometida al dominio del imperio romano. Era una simple provincia fuertemente controlada política, económica y militarmente desde Roma. Toda la actuación de Jesús se dio bajo el reinado del emperador Tiberio Claudio Nero César, que permaneció en el poder desde el año 14 al 37. La Palestina en la que vivió Jesús estaba gobernada por autoridades nombradas por Tiberio, como el gobernador Poncio Pilatos (que, curiosamente, quedó inmortalizado en el Credo cristiano) y la familia del rey Herodes. Predominaba allí una sociedad tributaria dirigida por un poder central mantenido por los impuestos cobrados al pueblo, tanto el de las comunidades rurales como el de las ciudades.
Por tanto, hablar de otro reino, el de Dios, dentro del reino de César, equivaldría hoy a hablar de democracia en tiempo de dictadura. Lo cual explica el por qué todos nosotros, cristianos, somos discípulos de un prisionero político. Como tantos perseguidos por gobiernos autoritarios, que estuvieron encarcelados, torturados y asesinados, él también fue apresado, torturado, juzgado por dos poderes políticos y condenado a muerte en cruz. La pregunta que hay que hacer es: ¿qué tipo de fe tienen hoy los cristianos que ni reaccionan ante este desorden establecido, en el cual, según la Oxfam, 62 familias tienen en sus manos la fortuna equivalente a lo que poseen 3,600 millones de personas, o sea la mitad de la humanidad?
Al contrario de lo que muchos piensan, para Jesús el Reino de Dios no era algo de arriba, del cielo, sino que era algo que debía ser conquistado en esta vida y en esta Tierra. «Vine para que todos tengan vida, y vida en abundancia» (Juan 10,10). Y él mismo fue, por excelencia, el hombre nuevo, prototipo de lo que debieran ser todos los hombres y mujeres del ‘Reino’ futuro, la civilización del amor, de la justicia y la solidaridad.
Las bases de ese proyecto civilizatorio y sus valores están reflejados en la práctica y en las palabras de Jesús. Si actuamos como él, ese nuevo mundo se hará realidad. Ésta es la esencia de la promesa de Jesús.
La centralidad de lo humano
Usted puede no tener fe cristiana e incluso aversión a la Iglesia. Pero usted va por el camino de Jesús si es una persona hambrienta de justicia, despojada de cualquier prejuicio respecto a los seres humanos, capaz de compartir sus bienes con los necesitados, de preservar el medioambiente, de tener compasión y saber perdonar, y de ser solidario con las causas que defienden los derechos de los pobres.
Jesús no vino a abrirnos las puertas de los cielos. Vino a rescatar la obra originaria de Dios, que nos creó para vivir en un paraíso, según el libro del Génesis. Si el paraíso no se realizó es porque abusamos de nuestra libertad por el ansia de hacer mío lo que, por derecho, es de todos.
Jesús no vino como un extraterrestre que trajera un catálogo de verdades extrañas a nuestro mundo. Vino a re-velar, a desvelar, a quitar el velo, o sea a hacernos ver lo que ya es parte de nuestro proceder, de nuestra práctica cotidiana, pero de cuyo valor trascendente no teníamos ni idea.
Vino a despertarnos: el mundo que Dios desea tiene ese perfil, esas características. Un mundo en el que no haya excluidos, hambrientos ni tratados injustamente. Un mundo en el que la solidaridad reine sobre la competitividad y la reconciliación sobe la venganza.
Ese proyecto de Dios, anunciado por Jesús, tiene su centralidad, no en Dios, sino en el ser humano, imagen y semejanza de Dios. Sólo en la relación con el prójimo se puede amar, servir y dar culto a Dios.
Los misioneros que colonizaron América Latina quemaron indígenas, como el cacique Hatuey, en Cuba, por dar culto a otro dios distinto del de los cristianos. Ahora bien, Jesús no predicó a los fariseos y saduceos otro Dios, diferente de aquel a quien daban culto los judíos en el templo de Jerusalén. Predicó que el ser supremo para el ser humano es el ser humano. En Mateo 25, 31-46 Jesús se identifica con el hambriento, el sediento, el emigrante, el desnudo, el enfermo, el prisionero. Y recalca que sirve a Dios quien libera al prójimo de un mundo que produce esas formas de opresión y exclusión.
Por tanto lo que Jesús vino a introducir entre nosotros no fue una Iglesia o una nueva religión, sino un nuevo proyecto civilizatorio, basado en el amor al próximo y a la naturaleza, en el compartimiento de las bienes de la Tierra y de los frutos del trabajo humano. Una nueva civilización en la que todos quedarían incluidos: ciegos, cojos, leprosos, mendigos y prostitutas. Y en la cual la vida, don mayor de Dios, sería disfrutada por todos en plenitud.
¿Cómo lograr semejante proyecto civilizatorio? Jesús acentuó nítidamente que para eso es necesario renunciar, como valores o meta de la vida, al tener, al placer y al poder, simbolizados en los episodios de las tentaciones sufridas por él en el desierto (Lucas 4, 1-13). Y, al contrario de lo que se supone, quien lo hace encuentra lo que todo ser humano más ansía, la felicidad o, en términos del Evangelio, la bienaventuranza, explicitada por Jesús en ocho vías que imprimen sentido altruista a nuestras vidas (Mateo 5,3-12). Hay que ser solidario con los excluidos, como hizo el buen samaritano; compasivo, como el padre del hijo pródigo; despojado, como la viuda que donó al templo el dinero que necesitaba. Hay que asegurar a todos condiciones dignas de vida, como se dice en el relato de la multiplicación de panes y peces. Hay que denunciar a los que ponen la ley por sobre los derechos humanos y hacen de la casa de Dios una cueva de ladrones. Hay que hacer de nuestra carne y sangre pan y vino para que todos, como hermanos y hermanas, en torno a la misma mesa, comulguen en el milagro de la vida unidos por un solo Espíritu.
Ahora bien, si estamos de acuerdo con el fundamento de toda la predicación de Jesús -de que el ser supremo para el ser humano es el mismo ser humano- entonces sólo nos falta preguntar por qué tantos seres humanos, en este mundo globocolonizado en que vivimos, están condenados, por estructuras injustas, a la miseria, a la exclusión, a la emigración forzosa, a la muerte precoz, en fin a una vida de sufrimiento y opresión.
Y tengan o no fe en Dios, todos los que se comprometen en combatir las causas de la injusticia hacen la voluntad de Dios según la palabra de Jesús. Y así demuestran que ese «reino de César» debe ser abolido para dar lugar a otro reino, en el cual todos tengan asegurados, por sus estructuras, la vida en plenitud. En eso se resume el proyecto de Dios para la historia humana y la utopía anunciada por Jesús.
Frei Betto es escritor, autor de «Un hombre llamado Jesús», entre otros libros.