Comentario dialogado sobre el Evangelio que se proclama el vigésimo sexto domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B, correspondiente al domingo 26 septiembre 2021. La lectura es tomada del Evangelio según San Marcos 9, 38-43. 45. 47-48
“Al que escandalice, que lo echen al mar”
El evangelio de hoy comienza con una queja de Juan, discípulo de Jesús, contra otra persona. ¿Cuál fue la queja?
Juan le dice a Jesús que han visto a uno que expulsaba demonios en su nombre y se lo habían tratado de impedir “porque no es de los nuestros”.
Seguramente este éxito del desconocido no le gustó a Juan, y se puso a sacarle defectos. No quería compartir con él los beneficios de estar con Jesús.
¿Qué le responde Jesús?
Jesús le viene a decir: “Todo el que hace el bien, aunque no lo haga en nombre nuestro, no está contra nosotros, está a nuestro favor. Lo que importa es hacer el bien, no importa a nombre de quién. Más bien, los que están en contra nuestra, son los que no obran el bien.”
Es interesante ver cómo Jesús matiza, precisa, afina, corrige y mejora las opiniones de los discípulos. Ellos opinan como humanos llenos de egoísmo. Jesús opina a lo divino, de una forma pura y sin mezquindades.
¿Ocurre eso también hoy?
Siempre hemos visto personas ateas o agnósticas que practican el bien junto a cristianos. De la misma forma, cada vez vemos más en nuestro alrededor personas de diversas religiones.
¿Cuál es la posición del cristiano frente a ellas?
Uno respeta la posición religiosa de cada uno. Lo importante es que hagan el bien. Ya Jesús lo dijo: “Ni en este monte ni en Jerusalén”.
¿No le pasó algo parecido a Moisés, como se lee en la Primera Lectura de hoy?
Un incidente similar tuvo lugar tres siglos antes, cuando Moisés designó setenta ancianos, a quienes Dios concedería el don de profecía. Todo estaba preparado en la Tienda de la Reunión para la ceremonia. Pero dos de ellos, Eldad y Medad, no acudieron a la tienda de la Reunión. La ceremonia se celebró. Y el espíritu del Señor descendió no sólo sobre los 68 de la Tienda, sino sobre los dos que faltaron, porque éstos también comenzaron a profetizar como los 68. Así se lo fue a contar a todos un muchacho a todo correr.
Entonces Josué le pidió a Moisés que no permitiera profetizar a Eldad y Medad, pero Moisés respondió, “¿Crees que voy a ponerme celoso? ¡Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el espíritu del Señor!” (Números 11:29).
Todos somos Eldad y Medad. Dios se sirve de todos nosotros y de otros muchos que no conocemos, y que quizá hasta militan en partidos políticos distintos al nuestro. Dios nos quiere utilizar a todos para revelar su amor a los hermanos.
Entonces, ¿uno tiene que ser muy cuidadoso en opinar contra otros?
Te contaré este cuento:
Érase un rey que cada día dedicaba un tiempo a recibir y escuchar las peticiones de sus súbditos. Y cada día un hombre bueno, vestido de mendigo, se acercaba al rey y le ofrecía una fruta muy madura. El rey la recibía y se la entregaba al tesorero que estaba detrás del trono.
Un día, al cabo de muchos años de repetirse este gesto, un mono del palacio vino a sentarse en un brazo del sillón del trono. El mendigo acababa de ofrecer al rey su fruta y éste se la dio al mono. Cuando éste la mordió una joya de mucho valor cayó al suelo.
El rey, maravillado, le preguntó al tesorero qué había sido de las otras frutas. El tesorero no respondió porque había tirado las frutas por la ventana a un patio interior cerrado.
El tesorero corrió al patio y allí, en el suelo, encontró las frutas ya podridas y un montón de joyas preciosas.
Un mono –gracias a un mono- que se atrevió a morder la fruta, se descubrió el tesoro que le regalaba, cada día, un hombre bueno.
¿Cómo se aplica este cuento al evangelio de hoy?
El hombre bueno, vestido de mendigo, es Jesús que nos ofrece día tras día la fruta del amor. Jesús, vestido con nuestra carne, nuestros sufrimientos y nuestra debilidad, nos ofrece la fruta del perdón, del servicio y de su vida entera para hacernos nuevos y felices. Lo que nos da parece común y sencillo; en realidad es un tesoro escondido, como la Parábola del tesoro escondido, que contó el mismo Jesús.
Nosotros somos el tesorero, que recibimos del rey el regalo de la fruta, pero que se nos antoja un regalo pequeño e insignificante, y lo botamos por la ventana. Y ahí en la calle, amontonadas y abandonadas están las joyas, que son los pobres, esperando ser descubiertas por nosotros.
Aquí Jesús dice cosas muy fuertes contra los que escandalizan, ¿no?
Es tajante y radical. Hace un giro un tanto áspero: de la alabanza del bien cumplido con los pequeños pasa a la dura admonición de no escandalizar a «uno de estos pequeños que creen».
Pero, ¿se trata realmente de cortarse la mano, si es necesario?
No, esto no debe entenderse de una forma literal, sino que, como nos invita San Pablo, debemos hacer morir los miembros terrenos, que son: «fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría» (cf. Colosenses 3,5).
A veces, el discípulo sí requiere amputaciones y podas. Hemos de amputar malas costumbres – resentimientos – ambiciones que nos impulsan a actuar sin ética. Por ejemplo, el alcohólico o drogadicto necesita amputar viejas relaciones que amenazan con hundirle de nuevo en una vida de adicción.
José Martínez de Toda, S.J. (martodaj@gmail.com)