Bogotá, Colombia.- La mañana de este lunes 22 de agosto, se llevó a cabo la entronización de una reliquia de San Óscar Arnulfo Romero en la nueva capilla del Consejo Episcopal Latinoamericano, CELAM, en Bogotá. el acto se cumplió en el marco de la celebración de Misa diaria que fue presidida por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo (Argentina) y secretario general del CELAM.
La reliquia corresponde a un retazo de la sábana con la cual se había cubierto el cadáver de monseñor Romero y que conserva la sangre del arzobispo mártir, luego de que fue asesinado por un francotirador la tarde del 24 de marzo de 1980.
Según una nota de prensa del CELAM, llegada a la redacción de radioevangelizacion.org, el CELAM había solicitado a la Conferencia Episcopal de El Salvador que consiguiera una reliquia de San Romero, para colocarla durante la ceremonia de bendición de la nueva capilla del CELAM. Ante este pedido, el episcopado salvadoreño había entregado la reliquia hace aproximadamente 20 días, cuando aconteció la Asamblea del CELAM.
La fecha para la colocación y sellado de las reliquias en el altar de la nueva capilla del CELAM fue elegida en el contexto de la conmemoración de los 105 años del nacimiento de Romero (15 de agosto), por lo que la ceremonia de colocación de la reliquia del martir salvadoreño se llevó a cabo durante la misa presidida por monseñor Jorge Lozano, secretario general del CELAM, que se celebró la mañana de este lunes 22 de agosto.
La celebración eucarística fue concelebrada por el padre Pedro Brassesco, secretario general adjunto del CELAM y varios sacerdotes que prestan servicios en el CELAM, y que contó con la participación del personal de la casa y alumnos de una diplomatura del CEBITEPAL (Centro de Formación del CELAM) y CLAR.
Quisieron acallar la voz del Pastor
En su predicación, monseñor Lozano destacó que la muerte de monseñor Romero «no fue casual ni al voleo. Quisieron acallar su voz«, pero que el arzobispo salvadoreño «no evadió la hora que le tocó afrontar» y que en todo momento dio testimonio de una vida consagrada a la causa de la justicia y la defensa de los derechos de los más excluidos, que caracterizó su ministerio pastoral.
«Siempre buscó la paz y la justicia, y tuvo una firme opción de condena a la violencia. Dirigiéndose al ejército, a la guardia nacional, a la policía, predicó el domingo antes que lo mataran: «En nombre de Dios, pues, y de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!«. (23/3/80)
Según recordó, su predicación y sus gestos siempre expresaban «cercanía ante quienes se sienten que son nada. Su alma supo del dolor por el desprecio a la vida que se palpa en cada guerra. Su pueblo estaba padeciendo en esos años enfrentamientos armados. Se afligía su corazón cuando se anoticiaba de las torturas, de las matanzas de campesinos por reclamar sus derechos. Sufría con la violencia fratricida. «Ojalá me estuvieran escuchando hombres que tienen sus manos manchadas de homicidio. ¡Son muchos, por desgracia! Porque también es homicida el que tortura (…) Nadie puede poner la mano sobre otro hombre porque el hombre es imagen de Dios. ¡No matarás!» (18/3/79), había dicho.
A continuación, el texto íntegro de la homilía pronunciada por monseñor Jorge Lozano:
Predicación en la misa de colocación de las reliquias de San Óscar Romero, obispo y mártir, en la Capilla de la nueva sede del CELAM.
Poco antes de las 18h30 de aquella tarde del lunes 24 de marzo de 1980 Monseñor Romero celebraba como todos los días la misa en la capilla del hospital «La Divina Providencia» que atiende a enfermos de cáncer. Había dedicado la predicación a meditar acerca del sentido de la vida y de la muerte. Promediando la celebración, en el momento de ofrecer el pan y el vino, un francotirador desde la altura de la puerta del templo le disparó al corazón provocando su muerte. Enseguida cubrieron su cuerpo con unas sábanas; un retazo de esa tela ensangrentada es lo que colocaremos hoy como reliquia en nuestro altar. Agradecemos de manera especial a nuestros hermanos obispos de la Conferencia Episcopal de El Salvador por acoger nuestra solicitud.
La palabra “mártir” es de origen griego, y traducida significa “testigo”, y San Óscar Romero lo es de la muerte y resurrección de Jesucristo. El martirio es el punto culminante pero no debemos dejar de valorar su vida y su obra.
Al ser designado obispo en 1970, eligió como lema de su consagración episcopal «sentir con la Iglesia». Y así lo hizo. Le dolió la Iglesia, a la que amó profundamente. El Cardenal Eduardo Pironio fue un amigo que le brindó aliento y consuelo en momentos difíciles. En una oportunidad —octubre de 2015— Francisco se refirió a que lo mataron dos veces; una con las balas, otra con las calumnias: “una vez muerto fue difamado, calumniado, ensuciado. Su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y el episcopado”. Se le siguió “lapidando con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua”.
Pero así son los santos, factores de unidad y comunión aun ante el odio de los enemigos. Dan ganas de imitar su entrega y claridad. Hoy acariciamos y besamos su reliquia, su memoria y su vida. Ante su sepultura en la cripta de la Catedral Metropolitana de San Salvador se combinan en especial armonía dolor, silencio, unción, lágrimas, música, danza, fiesta. Expresiones de amor del pueblo por su Pastor que entregó la vida por amor a ellos.
Hace unos años escuché decir al Cardenal Gregorio Rosa Chaves que “una Iglesia martirial es una Iglesia atractiva, fascinante”.
Como arzobispo dedicaba buena parte de su tiempo a recorrer los barrios más pobres, visitar las familias, comunidades religiosas. Sus zapatos conocieron el barro de las periferias de la ciudad, impregnándose del olor de los caminos que transitan los pobres. Como decimos entre nosotros, preparaba su predicación “pateando la calle”. Es bello lo que él mismo nos cuenta acerca de cómo maduraba en el corazón lo que luego enseñaba: «…Por eso le pido al Señor, durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque siga siendo una voz que clama en el desierto, sé que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir con su misión». (23/3/80, el día anterior a su martirio)
Romero también era un hombre de profunda oración. Todos los días se levantaba temprano y dedicaba un buen rato a la meditación de la Palabra de Dios y a contarle al Señor de los rostros con los que se había cruzado. “Hemos de incorporar este valor de la oración, a la promoción Humana, porque si no hacemos oración, miramos las cosas con mucha miopía, con resentimientos, con odios, con violencia; y es solo hundiéndose en el corazón de Dios donde se comprenden los planes de Dios sobre la historia, solo hundiéndose en momentos de oración íntima con el Señor es cuando aprendemos a ver en el rostro del hombre, sobre todo el más sufrido, el más pobre, el más harapiento, la imagen de Dios y trabajamos por él.” (16/10/77)
De esta contemplación del misterio del dolor humano y la hondura del Amor de Dios hablaba nuestro pastor Romero. Por eso su homilía era esperada cada domingo como luz que alumbra el camino a seguir y como bálsamo fuente de esperanza y consuelo.
Su predicación y sus gestos siempre expresaban cercanía ante quienes se sienten que son nada. Su alma supo del dolor por el desprecio a la vida que se palpa en cada guerra. Su pueblo estaba padeciendo en esos años enfrentamientos armados. Se afligía su corazón cuando se anoticiaba de las torturas, de las matanzas de campesinos por reclamar sus derechos. Sufría con la violencia fratricida. «Ojalá me estuvieran escuchando hombres que tienen sus manos manchadas de homicidio. ¡Son muchos, por desgracia! Porque también es homicida el que tortura (…) Nadie puede poner la mano sobre otro hombre porque el hombre es imagen de Dios. ¡No matarás!» (18/3/79)
Romero señalaba y cuestionaba sin realizar una descripción aséptica de la realidad. Denunciaba con firmeza y claridad, sin lenguajes ambiguos o elípticos. Lo suyo no era la “equidistancia” sino la cercanía con los más débiles, los vulnerables vulnerados, los pobres, los campesinos explotados y oprimidos.
Se reconocía profundamente amado por Jesús y en esa certeza apoyaba su esperanza. «A lo largo de la historia nadie conoce un amor, diríamos, tan loco, tan exagerado: de darse hasta quedar crucificado en una Cruz.» (23/3/78) Ese amor de Jesús no lo hacía vivir en las nubes, sino que sacudía el adormecimiento de lo que Francisco llama “conciencia aislada” de unos pocos cristianos que llevaban una vida de lujo y despilfarro, indiferentes al hambre y la miseria de los campesinos y trabajadores explotados. Por eso enseñaba que «una religión de misa dominical pero de semanas injustas, no gusta al Señor. Una religión de mucho rezo pero con hipocresía en el corazón no es cristiana». (4/12/77)
Son muchos los temas que abordó en sus catequesis: familia, ancianos, niños, misión de la Iglesia, reforma agraria, oración… A él le gustaba ser llamado «el catequista de la diócesis» (16/9/79). Me contaron que cuando el arzobispo llegaba a un barrio humilde —como una villa o asentamiento— quienes primero salían corriendo a recibirlo eran los niños. Él tenía una debilidad particular hacia ellos. Una vez predicó: “¡Cuánto vale más para mí que un niño me tenga la confianza de sonreírme, de abrazarme y hasta de darme un beso a la salida de la Iglesia, que si tuviera millones [en dinero] y fuera espantable a los niños!”. (23/9/79)
Siempre buscó la paz y la justicia, y tuvo una firme opción de condena a la violencia. Dirigiéndose al ejército, a la guardia nacional, a la policía, predicó el domingo antes que lo mataran: «En nombre de Dios, pues, y de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!». (23/3/80)
Su muerte no fue casual ni al voleo. Quisieron acallar su voz. Y Monseñor Romero no evadió la hora que le tocó afrontar. Contemplando a Jesús sabía que el buen pastor da la vida por el rebaño, no escapa cuando ve venir al lobo. Él sabía lo exigente del seguimiento de Jesús: «Amor a Dios hasta el exceso de dejarse matar por Él; y amor al prójimo, hasta quedar crucificados por los prójimos». (3/7/77)
Demos gracias a Dios por este Pastor que vivió a fondo el Evangelio, y animémonos a mirarnos en el espejo de su vida.
+Jorge Eduardo Lozano
Arzobispo de San Juan de Cuyo – Argentina
Secretario General del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)
Redacción: Radioevangelizacion