Milán González (*).- La enseñanza es uno de los roles y responsabilidades que más disfruto y, a la vez, es un reto día a día. No es instrucción a secas, ni es únicamente método y pedagogía. Transmitir, dialogar, escuchar, preguntar, reír, tener paciencia, volver a preguntar, etc., son parte del parto en cada oportunidad. Sobre todo mirar cómo los jóvenes o los adultos abren sus mundos, sus mentes y sus sensibilidades a través de las palabras y las experiencias compartidas. Eso, como todo «profe» sabe, es una de las más grandes satisfacciones. No es solamente un logro. Pero este proceso está inmerso y compenetrado con una serie de problemas, dificultades y retos a nivel personal, familiar, local y más allá de la mirada acostumbrada a la rutina donde prácticamente todo pasa y nada sucede a la vez.
Por un lado, observando la coyuntura junto con los graves casos de corrupción de la clase política y empresarial, con los debates mal llevados en torno al nuevo Currículo Nacional de la Educación Básica y las novedades por una educación con igualdad; también están presentes un conjunto de problemas estructurales y generalizados que podemos resumir en dos cuestiones: crisis de las instituciones y crisis de confianza. Ambas muy graves. Ambas dentro de un modelo (neoliberal) que mira de costado nuestra realidad nacional donde se sigue priorizando el discurso de lo económico y se deja de lado la participación política.
Por otro lado, y para centrarnos en las culturas juveniles, también observamos un conjunto de situaciones y estilos de vida que van fluyendo en el contexto ya descrito. Los encuentros y desencuentros, los deseos, las ansiedades, las decisiones y la falta de ellas, van llevando muchas veces a cada joven por caminos con pocas opciones y transando sus libertades. La satisfacción por educar, por compartir, toma escena en este contexto. Las dificultades que aparecen en cada aula, en cada persona, en cada sueño, se entretejen, se confunden y van capturando la imaginación inclusive hasta apagarla. Frente a este cuadro general, los retos que podemos asumir son: las juventudes son un mosaico de posibilidades y es necesaria una mirada encarnada, comprometida sobre esta realidad y sobre cada persona.
Para comprender la importancia de estos retos y para aproximarnos a las motivaciones más legítimas que movilizan a muchos jóvenes; debemos ir más allá de las juventudes como categoría social y de la misma educación como un proceso de formación. Nuestra mirada desde la fe, la justicia y la esperanza es muy necesaria. Una mirada encarnada, una mirada que puede traspasar el miedo y las dudas. Una mirada que abre posibilidades, que acoge y también que puede discutir sobre las falsas seguridades e inclusive las representaciones sociales. Una mirada encarnada es sobre todo una mirada comprometida.
La enseñanza también es parte de un discurso oficial, que está institucionalmente legitimada, que tiende a controlar y normaliza. El contrapeso es la misma juventud. Entonces, el rol del educador (en la escuela, en la comunidad, etc.) es, desde la propuesta de la mirada encarnada, ser testimonio y guía.
Educar ¿para qué? Educar para renacer, para movilizar y para recrear cotidianamente la propia vida. Algunos le llaman proyecto de vida, pero la propuesta es ir un poco más allá. Aprender a acoger el don de la vida y a enviar lejos las cuestiones que no ayudan a crecer ni madurar. Porque hay periferias allí adentro, en cada latido.
Un millón treinta mil jóvenes no estudian ni trabajan en el Perú. Según datos del año 2015, eso corresponde a casi el 20% de la población entre 15 y 24 años de edad. Juventud, trabajo y educación no pueden acabar siendo crónica de una relación infeliz. Dentro de ese mosaico de posibilidades que vemos como reto es vital redescubrir las experiencias exitosas. Así, con una mirada encarnada desde el acompañamiento de diversas experiencias (dentro y fuera del aula) se abrirán más posibilidades y se renovarán los ánimos.
(*) Profesor y agente pastoral.
Iniciativa Eclesial 50° VAT II
Compartido por Diario La República, Perú.