José Luis Franco (*).- «Y Dios añadió: Esta es la señal del pacto que hago con ustedes y con todo lo que vive con ustedes, para todas las edades: Pondré mi arco en el cielo, como mi señal de mi pacto con la tierra». (Gn 9, 12-13)
El texto nos remite al Diluvio Universal, uno de los relatos más afamados del Libro del Génesis. Durante cuarenta días y cuarenta noches llovió sobre La Tierra, inundándolo todo y arrasando con todos los seres vivos, con la excepción de un grupo de seres humanos y animales que se salvaron en el interior del arca construida por el Patriarca Noé. Cuando todo terminó y el nivel de las aguas bajó, apareció entonces en el cielo el arco iris, símbolo del nuevo pacto entre Dios y los hombres, la gracia y el amor de Dios hacia la humanidad.
Las lluvias, huaicos e inundaciones durante estos meses, han tenido un dramático saldo en vidas humanas y bienes materiales. Pero contrastar lo que ocurre con un texto como el que encabeza el artículo, nos invita a redescubrir la armonía perdida entre Dios, los hombres y la naturaleza, a partir de un nuevo pacto y nos conduce a plantearnos ¿qué pacto establecemos para que esto no se repita?
El objetivo de este breve artículo es reflexionar acerca de las tareas que tenemos pendientes como sociedad frente a los desastres, más allá de las obligaciones del Estado y los gobiernos regionales y locales. Ha quedado en evidencia que la infraestructura es inexistente o inadecuada, y está de más mencionar que como ciudadanos debemos exigir que se actúe de inmediato pensando en en el corto y mediano plazo. El punto primordial es el desafío ético que la situación reivindica. Un desastre como el actual ha puesto a prueba nuestra empatía, muchas veces ausente, pero que hoy debe concretizarse en acciones directas frente a los demás.
El primer desafío es la capacidad de indignación frente al dolor y las injusticias sociales que los huaicos han destapado. Pero nos referimos a aquella indignación que moviliza voluntades por el hecho que sean los pobres las principales víctimas de las consecuencias tan dramáticas de estos recurrentes fenómenos naturales. Son ellos los que más sufren, porque si bien sus pérdidas económicas puedan ser pocas desde un punto de vista estadístico, se olvida el gran sacrificio que ha significado para ellos adquirir esos bienes materiales.
El segundo desafío se refiere a nuestras manifestaciones de solidaridad. Sorprende la capacidad de respuesta inmediata de miles de compatriotas que, voluntariamente y con sus propios recursos, llevaron ayuda a las zonas afectadas. Es todo un desborde de solidaridad que contrasta lamentablemente con el egoísmo de algunos acaparando el agua embotellada de los centros comerciales o especulando con el precio de los alimentos. De todas formas, es crucial que esta solidaridad se exteriorice de modo constante, como una actitud de vida ante cada situación concreta, tanto frente a los que están lejos, como ante los que están a nuestro lado. En suma, se trata de establecer un lazo de empatía que nos hermana más allá del discurso nacional que propone el Estado, pero que aún no cala en toda la sociedad.
El tercer desafío implica nuestra relación con el medio ambiente. El cambio climático es ya una realidad y se expresa a través de estos fenómenos. Periodos de lluvias intensas, inundaciones y huaicos que son precedidos por sequías, suelen tener mayor incidencia, su regularidad es más corta y, por tanto, más difíciles de prever, pero no se puede negar que los humanos tenemos nuestra cuota de daño a nuestro hogar. El Papa Francisco en la ‘Laudato Si´ nos encomendaba a «escuchar el clamor de la tierra y de los pobres». Frente a la manera como estos desastres acrecientan su fuerza destructiva, estamos constreñidos a cambiar nuestros hábitos de consumo y nuestra actitud hacia el medio ambiente.
Finalmente, el cuarto desafío reside en no seguir consintiendo que nos roben en nuestra cara, ya sea con complicidad desinteresada o interesada, sobre todo ante aquellos puentes que no se caen, pero sí «se desploman», reflejando únicamente la improvisación de obras mal diseñadas. Ello significa involucrarnos más en las obras que se planifican para nuestras ciudades y pueblos, preguntarnos si realmente van a servir a la población y si estarán a la altura de soportar estos desastres cada vez más recurrentes.
Un desastre no debe significar el fin del mundo, sino una oportunidad, «un nuevo pacto» para construir una mejor sociedad capaz de vencer todos los obstáculos, materiales y naturales. En estos días de Semana Santa, se nos recuerda que la muerte no tiene la última palabra, que luego del dolor y la angustia siempre renace la vida, porque ella es y será la meta última de nuestra existencia.
(*) Teólogo.
Iniciativa Eclesial 50° VAT II