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Democracia sin ciudadanos, ciudadanos sin democracia

Joan Lara Amat y León*. – ¿Por qué viviendo en democracia (así se denominan nuestros regímenes políticos y así lo proclaman los políticos) sin embargo vemos continuamente a los ciudadanos en las calles invocando su derecho a la protesta ante unas instituciones en las que no se sienten representados?

Para comenzar a responder, pensemos cómo la palabra «democracia» parece desgastada de tanto uso, pero sobre todo de tanto olvido, que provoca que se convierta en una metáfora con la que invocar múltiples y contrarios significados, la misma palabra para realidades políticas tan diferentes, y alejadas de su origen. Gran parte de la ciudadanía no llega a ser consciente de esa variedad de significados que oculta una batalla política y sus diferentes formas de entender lo común.

Aunque quizás debiéramos empezar por el principio. En su origen griego «democracia» designaba a un régimen político en el que los ciudadanos participaban en deliberaciones políticas y tomaban las decisiones por igual. Aristóteles añadía una importante reflexión: la democracia también era el gobierno de «los muchos», es decir, de la clase social baja, como opuesto al gobierno de las clases altas, como representaría el gobierno de «uno» (monarquía) o el gobierno de «los pocos» (oligarquía). Es cierto que en aquella democracia ateniense quedaban excluidos de la política grandes sectores de la población: los esclavos, las mujeres y los extranjeros. No era un régimen perfecto, ni mucho menos, pero sí nos ha legado la idea valiosa de que merece la pena el autogobierno de los ciudadanos.

Para los demócratas republicanos, que recogen el legado de la democracia clásica, la democracia sigue siendo ese espacio político donde los ciudadanos se realizan, se construyen en las deliberaciones sobre lo común. Donde la libertad es la expresión de la participación en los asuntos públicos, donde se construye tanto lo público como a la propia persona. La autorrealización pasa por la participación en los asuntos públicos y no solo en los privados.

En cambio, para los demócratas elitistas, la democracia es un sistema de selección de élites, como diría Schumpeter, que buscan su legitimidad en el proceso electoral. En esta concepción prima la apelación a las pasiones frente a la razón, el mensaje publicitario frente al proyecto político, y en cada proceso electoral se rompen los récords del coste de la campaña. En esta visión de la política, las instituciones representan por sí mismas a la democracia, y los ciudadanos parecen sobrar o ser un obstáculo. Parecen decir: ¡Qué bien funcionarían las instituciones democráticas… si no fuese por los ciudadanos…!

Por las razones expuestas, el ciudadano ha de estar atento cuando un político pronuncie la palabra «democracia», debe poder identificar a qué modelo representa: republicano o elitista. El ciudadano ha de aprender a reconocer y distinguir el acento del político que defenderá el gobierno de «uno» o de «los pocos», de aquél que se preocupará por el gobierno de «los muchos».

La democracia requiere necesariamente de un buen diseño institucional que sepa llevar la voz de los ciudadanos a sus representantes, pero no todo es diseño institucional, la calidad de la ciudadanía es fundamental para el funcionamiento democrático de la propia ciudadanía. Y la calidad de la ciudadanía implica aspectos económicos, sociales, políticos y culturales. Es imposible pensar en una ciudadanía de calidad con grandes diferencias sociales o sin formación y educación en los asuntos públicos, ambos elementos son necesarios para una deliberación democrática.

Los ciudadanos deben tomar la responsabilidad de su formación política y acercarse a los debates y a los medios de comunicación que informen sobre los proyectos políticos, y alejarse de aquellos medios que encuentran en la política otro espacio más para el espectáculo o el simulacro.

Tanto en Lima como en Barcelona la crisis de representatividad es un grave problema que alienta neopopulismos excluyentes que promueven el odio. Por ello, es necesario entender el divorcio entre ciudadanía e instituciones y la necesidad de una «democratización de la democracia» y de sus instituciones para que la palabra «democracia» tenga algún significado realmente democrático.

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* Filósofo político y politólogo. Docente e investigador de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Investigador de la Universitat de Barcelona (UB).

Columna la Periferia es el Centro. Escuela de Periodismo – Universidad Antonio Ruiz de Montoya

Publicado originalmente en el Diario La República