Frei Betto*.- Nuestros ancestros, desconocedores de la ciencia, buscaban en sus creencias la explicación de los fenómenos de la naturaleza. El trueno era la voz (enojada) de Dios, así como el arcoíris era la señal de que no habrá otro diluvio.
La fe le servía de colchón a la ignorancia, como probablemente las generaciones futuras se reirán de muchas de nuestras actuales «certezas» científicas. Pues por suerte todo evoluciona, con excepción de la clase política.
La razón moderna, bajo los focos del iluminismo, cuestionó la fe…, que sería el opio del pueblo, según Marx; o pura ilusión infantil, enfatizó Freud; e incompatible con la libertad humana, alardeó Nietzsche.
Hete aquí que surge un fenómeno nuevo: el ateísmo. La negación de la existencia de Dios. La fe convencida de que Dios no merece creer en él. Que hay que poner los ojos en la Tierra y no en el cielo.
En mi opinión el ateísmo resulta de la mediocridad de los cristianos. No hay fe que no sea un reflejo del testimonio. ¿Cómo convencer de que Dios es un Padre amoroso si hay tanta maldad, desigualdad, sufrimiento y otras atrocidades? ¿Dónde se esconde ese Dios callado frente a la Inquisición, el genocidio indígena durante la colonización de América Latina, ante Auschwitz o el terrorismo islámico?
¿Cómo estimular la fe en los principios evangélicos si históricamente los cristianos promovieron el colonialismo, actualizaron el imperialismo y confunden democracia con capitalismo?
En toda esa maraña ¿cómo se puede separar la paja del trigo? ¿Qué clase de fe cristiana merece credibilidad?
Nosotros, los cristianos, tenemos fe en Jesús. Lo que no nos impide hacer todo cuanto contradice lo que él predicó. Basta con estudiar la historia del Occidente ‘cristiano’. ¡En nombre de Dios se hizo el trabajo del diablo!
Conviene recordar que Jesús vivió en una sociedad profundamente religiosa. Sus choques no fueron con la religión pagana del imperio romano, sino con quienes, como él, se identificaban con la tradición judía representada por Abraham, Moisés, David y los profetas.
Todos ellos tenían fe en Dios: fariseos, saduceos, doctores de la ley, sacerdotes, levitas y esenios. Pero no tenían la misma fe de Jesús. Ahí está el detalle. No basta con tener fe en Jesús. «Hasta los demonios creen», dice la carta de Santiago (2,19). El reto está en tener la fe de Jesús. La fe de Jesús se centraba en lo primordial: la vida. «Vine para que todos tengan vida y vida en abundancia» (Juan 10,10).
Jesús no hacía diferencia entre fe y amor. Tanto que, cuando curaba, le decía al paciente: «Tu fe te ha salvado» (Lucas 7,50). O sea la fe como sinónimo de actuación amorosa y solidaria y no como abstracción de la mente en proyecciones oníricas que dan consuelo al corazón sin instaurar la justicia.
Mientras que los fariseos medían la práctica religiosa por la regla de lo puro y lo impuro, Jesús adoptaba la de lo justo y lo injusto. Es importante creer en el Dios de la Biblia. No se trata de imaginarlo de acuerdo con piadosos ejercicios de fantasía. Hay que mirar hacia aquellos que fueron creados a su imagen y semejanza: todos los seres humanos. Todos son templos vivos de Dios.
Dios nos creó para vivir en un paraíso, pero nuestra libertad, al optar por el egoísmo, engendró dolor, injusticia y opresión. Tener fe, en la óptica de Jesús, es luchar por rescatar el paraíso. Hacer del reino del César el reino de Dios. Defender y perfeccionar los derechos humanos. Actuar según los valores propuestos en el Evangelio: misericordia, solidaridad, generosidad, compartimiento de bienes y, sobre todo, amor.
Quien actúa de este modo, aunque sea el ateo más recalcitrante, es discípulo de Jesús sin saberlo, y cumple la voluntad de Dios aunque no crea en él.
Frei Betto es escritor, autor de «Hambre de Dios», entre otros libros
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