Gonzalo Gamio Gehri (*).- Una democracia sana requiere de ciudadanos comprometidos con la sociedad en la que viven cada día de sus vidas. Personas comprometidas con prácticas comunes que contribuyen a combatir los problemas que las aquejan. Personas identificadas con las instituciones que garantizan derechos y libertades sustanciales.
El régimen democrático se mantiene vigente sólo en la medida en que los ciudadanos son capaces de actuar en coordinación para evitar el abuso de poder o el surgimiento de propuestas autoritarias que ofrezcan resolver los problemas nacionales recurriendo a la ‘mano dura’ y a la concentración de poder. La experiencia histórica nos enseña que estas ofertas han producido sistemas de corrupción, de supresión de libertades y violación de derechos básicos. En ese sentido, el remedio ha sido peor que la enfermedad.
Resulta importante que nos aproximemos al concepto de ciudadano, tan debatido en el ámbito de la filosofía y de las ciencias sociales. En la tradición intelectual del liberalismo político, se ha puesto un singular énfasis en la condición de los individuos de ser titulares de derechos básicos que se siguen de su dignidad y de su capacidad de actuar con autonomía racional.
Según las concepciones del contrato social, los individuos somos capaces de elegir los principios que vertebran la sociedad y sus instituciones, así como las formas de gobierno y de legislación. El sistema de instituciones y la organización legítima del poder es fruto del consentimiento de los individuos, concebidos como las «partes» de un hipotético contrato. Ser ciudadano implica ser titular de derechos y libertades individuales a la vez que ser un potencial artífice de la estructura básica de la sociedad (Rawls).
Esta condición está asociada asimismo a la potestad de los individuos de elegir periódicamente a sus autoridades políticas. Cada cierto tiempo, los ciudadanos nos reunimos para designar a quien preside el poder ejecutivo y a las personas que formarán parte del parlamento.
La responsabilidad de elegir a nuestros representantes contando con información sobre su trayectoria y programas de acción no debe ser tomada a la ligera. Al votar por ellos le otorgamos la tarea de administrar el Estado o cumplir funciones legislativas – a nombre nuestro y por un lapso finito de tiempo – siempre a condición de que den cuenta del ejercicio de su función en la vida pública.Las consecuencias de una mala elección pueden ser funestas para la buena marcha de la sociedad y para la salud de democracia misma.
Es en este punto donde se pone de manifiesto la relevancia de la herencia clásica del concepto de ciudadanía, de origen griego. Aristóteles sostenía que ciudadano es aquel que a la vez gobierna y es gobernado .Es gobernado porque acata las decisiones de las autoridades políticas; es gobernado porque obedece las decisiones que se toman en la asamblea (en el ágora).
Pero también participa del gobierno en la medida en que interviene en el proceso de designación de los representantes, así como interviene activamente en las deliberaciones que tienen lugar en el espacio público. El ciudadano es un agente político, en tanto es capaz de participar en la discusión pública, incorporar temas importantes en la agenda política, así como ejercer control democrático sobre las acciones de las autoridades.
Se trata de dos concepciones de la ciudadanía – liberal y clásica – que son complementarias y que definen (a veces en tensión) la visión contemporánea y la práctica de una ciudadanía democrática . El cuidado de los procedimientos democráticos es perfectamente compatible con la acción política directa del ciudadano. Es preciso encontrar o propiciar la apertura de espacios públicos plurales para la deliberación cívica y la movilización. El ágora se ha transformado, sin lugar a dudas.
El sistema político y las instituciones de la sociedad civil pueden – bajo ciertas condiciones – convertirse en foros de discurso y acción común. Ser ciudadano implica poner en ejercicio – y poner a prueba – nuestra capacidad de juicio crítico, así como nuestra disposición para actuar y desarrollar vínculos con las instituciones sociales y políticas. No hay forma de esclarecer y resolver los problemas que afronta nuestra sociedad sin la participación de los ciudadanos en la escena pública.
(*) Doctor en filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Profesor de ética y de filosofía política en la PUCP y en la UARM.
Iniciativa Eclesial 50° VAT II
Compartido originalmente en el Diario La República, Perú.