Juan Edgardo Arévalo *.- Los últimos acontecimientos a nivel social y político nos están demostrando que aún falta mucho camino por recorrer en cuanto a formación ciudadana, para reconocernos como parte de una misma comunidad.
La educación en nuestro país atraviesa uno de sus mayores desafíos en medio de una pandemia que ha ensanchado la brecha entre peruanos y peruanas, entre quienes cuentan con recursos, medios y tecnología para afrontar esta situación; y otros que apenas cuentan con las posibilidades de seguir este nuevo sistema de formación a través de la virtualidad por diferentes motivos. Situaciones hay diversas, desde no contar con los medios digitales mínimos, estar aislados en zonas de difícil acceso, familias abrumadas por la carga laboral o la depresión, hasta quienes apenas han recibido preparación para la tecnología. Todo esto deviene en índices preocupantes de deserción tanto a nivel básico como superior.
Asimismo, los últimos acontecimientos a nivel social y político nos están demostrando que aún falta mucho camino por recorrer en cuanto a formación ciudadana, para reconocernos como parte de una misma comunidad y donde el bien común esté por encima de los intereses particulares.
La poca empatía hacia los demás cuando se trata de juzgar las acciones, la sospecha a priori sobre la ética de las personas debido a su nacionalidad, la violencia contra la mujer o el simple hecho de usar adecuadamente una mascarilla, la corrupción enquistada como un mal crónico en diferentes esferas y la atomización de perspectivas donde prima el bien individual por encima del respeto a los derechos de los demás son algunas muestras que hacen pensar: «¿Qué educación hemos venido recibiendo?».
Todo esto marca la necesidad de un nuevo pacto educativo sobre la base de algunas premisas que deben ser las columnas que sostengan la sociedad que queremos. Precisamente, el año pasado el Papa Francisco convocó a un evento sobre el Pacto Educativo Global, con el que se busca renovar el compromiso y las acciones con una mirada abierta, inclusiva, dialogante y de mutua comprensión, para formar personas «capaces de superar fragmentaciones y contraposiciones y reconstruir el tejido de las relaciones por una humanidad más fraterna».
Son precisamente la integración, la inclusión y el diálogo las bases para una educación, con la que todos los actores asumamos valientemente el compromiso de hacer que pasajes del escenario nacional como los que vivimos no se repitan.
Ejemplos de este compromiso ya se viven en la actualidad, como el testimonio de unas religiosas en Purús (frontera con Brasil), que a través de la radio hacen posible que se acorten las brechas educativas para quienes carecen de conectividad; o en el esfuerzo de muchos docentes que se preocupan por acompañar a sus estudiantes y a sus familias en medio del duelo; o de los esfuerzos por articular con las autoridades competentes para que además de la formación académica se brinde de manera efectiva soporte emocional y espiritual.
El Perú es un país profundamente religioso; pero a la vez con innumerables problemas éticos y políticos que crean siempre zozobra, pobreza y exclusión; la educación es vital para voltear la página y refundar el país; un pacto que renueve la alianza entre escuela y familia, que se atreva a poner en el centro a la persona, especialmente los más pobres y vulnerables y aporte a la formación de una visión trascendente con sentido de vida individual y colectivo.
Este pacto educativo, nos debe convocar a una gran movilización de todos y todas los participamos de este proceso; que nos convoque para articular esfuerzos entre diversos sectores, movimientos y comunidades eclesiales de diversas confesiones; de modo que seamos protagonistas de un cambio efectivo. La publicación de un Proyecto Educativo Nacional al 2036, es un paso importante; pero no debe quedar en «letra muerta»; porque la vida sigue corriendo, la historia nos apura y llama a la puerta con más urgencia.
Ms aun, como creyentes en un Dios que se hace carne y acompaña al pueblo en sus «gozos y esperanzas», esta praxis educativa se convierte en praxis teológica; es decir en el modo en que soy parte de esta revolución educativa desde mi quehacer local, allí puedo abrir una ventana a los demás para experimentar la fe, la esperanza y el amor en la práctica.
El cambio comienza desde lo pequeño, y desde lo cotidiano; renovar este pacto educativo nos reclama protagonistas, junto con los niños y jóvenes, agentes de cambio también, quizá más audaces y coherentes que nosotros mismos.
(*) Coordinador de la Oficina Nacional de Educación Católica
Redacción: La Periferia es el Centro. Escuela de Periodismo – Universidad Antonio Ruiz de Montoya.