Por: Silvia Cáceres Frisancho*.- Hace no mucho llegaba a mi correo electrónico un enlace para descargar de manera libre la versión digital de «¿Dónde dormirán los pobres?» (2019), libro del teólogo peruano, Gustavo Gutiérrez, donde coloca como criterio y desafío para vivir y pensar la fe, las condiciones de vida de los pobres en medio de un mundo que «ha avanzado» a pasos agigantados.
Al leer el título, con gran preocupación (una vez más) me puse a pensar en la vivencia y en los dramas personales de tantas personas, familias peruanas y migrantes que hoy deambulan por las calles pidiendo limosnas o realizando cualquier trabajo, en aquellos que perdieron a algún familiar a causa de la enfermedad y porque no pudieron ser atendidos en un centro de salud a tiempo; pensaba también, con indignación, en la indolencia e indiferencia de quienes ponen por encima de la vida sus intereses económicos y, con pena y vergüenza, en la debilidad de nuestro Estado, en sus sistemas de salud, educación y trabajo precarios que nos afectan a todos.
Trataba de animarme recordando las muchas acciones solidarias y desprendidas realizadas durante estos meses. Si algo ha visibilizado este tiempo, son las grandes brechas y «desigualdades persistentes» de nuestro país, como se ha mencionado ya en un artículo de esta misma columna citando a Carlos Iván Degregori (Perú, la pandemia y las pandemias persistentes, Enrique Vega); brechas que fueron reveladas con enorme brutalidad durante el Conflicto Armado Interno y que hoy, nuevamente, se manifiestan con crudeza dolorosa.
Es así que, en medio de este tiempo pandémico, la situación de sufrimiento y condiciones de vida de los últimos de la sociedad continúa siendo un desafío para quienes creen en un Dios que ama y es justo; sin embargo, no es sólo desafío, sino es también un punto de partida para vivir la fe. En este sentido, urge actualizar esta gran preocupación: «¿dónde dormirán los pobres?».
Se trata de una pregunta que evoca los rostros concretos de las principales víctimas de este tiempo, no son solo cifras. Al respecto, cabe recordar cómo acompañamos conmovidos aquel gesto simbólico del Arzobispado de Lima al llenar la catedral con las fotografías de las principales víctimas de la enfermad. Se trató de un reconocimiento de su humanidad y dignidad, algo importante, más aún, si tenemos en cuenta que en nuestro país se ha hecho costumbre el «ninguneo», el tratar al otro como «no ciudadano» y muchos menos «como persona». Sin embargo, ese gesto puede quedar solo como eso, como un gesto que aplaudimos, si es que no somos capaces de preguntarnos por la posibilidad de que esa ciudadanía, esa humanidad y dignidad reconocida sean efectivas y se concreten en derechos.
Por otro lado, esta preocupación apunta, también, a las causas y raíces de esta crisis y de las desigualdades. Hoy ha quedado en evidencia la disfuncionalidad del actual modelo de desarrollo, basado solamente en el crecimiento económico, que trae consigo la acumulación del dinero en manos de unos pocos y el empobrecimiento de grandes mayorías.
Escuchamos, desde diversos ámbitos, voces de denuncia que piden un cambio. Junto a esto, se ha hecho visible la suma importancia que tienen los derechos básicos y prioritarios: salud, educación, techo y trabajo digno, derechos que deben reactivarse y que no pueden ser parte de la lógica del mercado. Como señalaba el Papa Francisco frente a los movimientos populares en Bolivia el 2014: «este sistema ya no se aguantar, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos».
En medio de este tiempo incierto, se nos presenta la oportunidad de pensar un país distinto; ahora que estamos rumbo al bicentenario, toca no sólo mirar y pensar el país desde los pobres, sino, empujar las transformaciones que queremos ver con ellos, «desde abajo», porque, si bien es cierto este tiempo se nos ofrece como oportuno, los cambios no se darán automáticamente. Desde la opción preferencial por el pobre se nos invita a renovar nuestro compromiso cristiano y seguimiento de Jesús como una «praxis política de liberación», para llegar a ese horizonte que ya señalaba el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el del reconocimiento de la ciudadanía plena de todas y todos, horizonte de vida digna, anticipación de la promesa del Reino.
* Teóloga, parte del equipo de reflexión Teológica del Instituto Bartolomé de las Casas.
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