(*) José Luis Franco.- «La calle es una selva de cemento;
Y de fieras salvajes como no;
Ya no hay quien salga loco de contento;
Donde quiera te espera lo peor» (bis).
Así comienza uno de los temas más recordados del inmortal Héctor Lavoe «Juanito Alimaña». La letra de esta peculiar salsa, tan gráfica y clara, habla sobre aquella inseguridad que se vive en las grandes ciudades: la calle es aquella «selva de cemento» y habitar en ella termina siendo un acto de supervivencia. Si bien data ya de un lejano 1983, pareciera seguir cobrando vigencia cuando en el día a día somos sumergidos en una vorágine de violencia que no discrimina sectores sociales, donde cada rincón de la calle se ha convertido en un sórdido lugar donde imperan el miedo y la desconfianza. Dos actitudes que terminamos generando y que al final se convierten en la justificación para romper el vínculo con nuestros espacios urbanos y sus habitantes.
Frente a ello, ¿cómo vivir en una ciudad violenta? ¿Qué solución damos a esta inseguridad que nos socava? En suma, ¿cómo no perder la sensibilidad ante las problemáticas que enfrenta? En medio de tanta incertidumbre, sus habitantes prefieren huir y no escuchar, rompiendo lazos con el prójimo y en algunos casos, encerrándose en sus propios espacios e ignorando lo que ocurre fuera del mismo. Sin embargo, la ciudad habla y se comunica con sus habitantes, un lenguaje materializado constantemente de diversas formas y que sólo alcanza su objetivo cuando logra comunicarse con un receptor, es decir, aquél capaz de escuchar.
¿De qué manera habla la ciudad? Pues de muchos modos. Una manera de hablarnos es a través del grafiti. Estamos invadidos por ellos, y constituyen la expresión de un arte marginal, pero que en su manera directa y satírica expresan conceptos e ideas que logran impactar en el imaginario de las personas. Podemos señalar aquellos de contenido social y que suelen nacer en la coyuntura nacional: «Cantuta no se olvida», «¡Conga no va!», «Esterilizaciones forzadas nunca más», y un sinnúmero de mensajes cortos, directos y bien articulados, que logran su objetivo, comunicar.
Otra manera de comunicación es a través de sus habitantes que toman la calle como un espacio para poder llegar al otro a través de la sensibilización. Las marchas ciudadanas, pero también aquellos jóvenes que suben a cantar a los autobuses para hacer hip hop, o aquél que te cuenta su historia -sea falsa o verdadera- y te dice que no viene con las manos vacías. También está ese mendigo que levanta la mano y te pide una moneda. Todos ellos son almas parlantes de la urbe.
Una tercera forma es la expresión de los habitantes silenciosos, casi siempre moviéndose en la indigencia y cuya realidad está cuestionándonos. Los enfermos mentales que se mueven como sombras en su propio mundo. Los pobres que hurgan en la basura para rescatar objetos que luego venderán a un precio irrisorio, pero que les significa mucho dentro de la descomunal miseria en la que viven. También están aquellos que se ocultan bajo los puentes o en los rincones no transitados para drogarse. Y tampoco debemos descartar a los delincuentes, nuestra continua amenaza.
Estos personajes y sus lenguajes nos hablan, nos comunican, pero sobre todo, nos interpelan a través de sus imágenes, palabras y gestos, logrando con ello el triple objetivo de todo lenguaje: informar, expresar y relacionarse. ¿Qué relación hay entre todo lo mencionado y la inseguridad urbana? Pues que para enfrentar esta violencia hemos optado por escapar y cerrar nuestros oídos, asociando en diversas ocasiones la delincuencia con la pobreza y por consiguiente, buscando crear guetos que nos separen aún más de los «otros», en vez de al menos intentar profundizar en el origen del problema. La violencia casi siempre ha formado parte de la «anti-cultura» de las grandes ciudades, pero la respuesta no se halla en la represión o la protección, sino en el comprender una realidad que se sustenta en la lectura y atención de esos medios de comunicación a través de los cuales la metrópoli se esfuerza por decirnos lo que otros tratan de callar. Es ésa la solución.
Para terminar esta reflexión planteo la siguiente pregunta: ¿Qué implican las dinámicas comunicativas de la ciudad a nuestra fe?, entendiendo la fe como la confianza y apertura hacia el otro. Ello implica tres cuestiones substanciales: recuperar la sensibilidad a través de la captación de dichos lenguajes urbanos; cuestionarnos si respondemos a nuestro rol de ciudadanos y, por último, comprometernos a cambiar esas situaciones inhumanas, violentas e injustas que afectan la vida de muchas personas. El día que aprendamos a escuchar a nuestra ciudad, lo que en resumidas cuentas, implica sencillamente escuchar al prójimo, comenzaremos a vencer toda aquella problemática que tanto nos aqueja, pero que hasta ahora no hemos hecho mucho por modificarla.
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(*) Teólogo.
Iniciativa Eclesial 50° VAT II